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III
El pretexto para festejar cada logro, por nimio que fuera, se volvió una especie de ritual para abastecernos de alcohol y drogas. Lo que antes era una fiesta mensual pasó a ser un hábito quincenal, y así llegó Nico Vergara, alias "El Verga", un tipo de mediana estatura con una visera fundida al cráneo y habilidad para el malabarismo. Lo conocí una noche en una plaza de Adrogué; intercambiamos cerveza y humo gratis, y con eso bastó. Su astucia para convencernos de cualquier cosa y su habilidad en el beatbox lo volvieron una especie de leyenda entre nosotros.
En poco tiempo, El Verga convirtió nuestra casa en su segunda morada. La frecuencia de nuestras fiestas creció, y el tiempo perdió sentido; los días se comprimían en una niebla densa de alcohol y rostros desconocidos. A veces aparecía el borracho del barrio, ese que se dormía bajo el sol con una botella de vino caliente en mano. La presencia de El Verga, sin quererlo, impregnó el ambiente con una frescura que era puro veneno.
Una mañana, al levantarme para ir al trabajo, vi en el medio del living un plato con restos de polvo blanco y una SUBE desgarrada y manchada. Entre las líneas de coca, una bombilla cortada y lista para el saqueo. Ver la escena fue un golpe seco, pero no del todo inesperado. La cocaína, en su espiral, volvió nuestra rutina una procesión de cuerpos apagados, mirando al vacío y a la vez poseídos por una euforia artificial. Aquello que parecía novedad se convirtió en un desfile decadente, una rutina de fracasados unidos bajo la misma bandera autodestructiva.
Uno de esos encuentros trajo a dos mujeres: Victoria, rubia y delgada, con una sonrisa encantadora y mirada algo congestionada, y Carolina, pelirroja de flequillo recto, figura esbelta con un vestido floreado que se ceñía a sus curvas sin corpiño de por medio. Ella, con su cara redondeada y ojos verdes, fue la visión más perfecta que mis ojos habían registrado hasta entonces. Estaba perdido; su mirada húmeda, sus labios llenos, me paralizaban de tal forma que hasta hablarle me convertía en un torpe.
Entré en la casa y, en medio de mi borrachera, logré decirle un pobre "me hacés acordar a la primera vez que me enamoré". La frase quedó flotando, marcada como una cicatriz en la memoria, porque con ella capté su atención y logré romper la barrera entre nosotros, mientras El Verga se desvanecía en el fondo.
Aquel instante selló mi destino y abrió la puerta a lo que sería mi descenso más oscuro.
SIGUE
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