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    VI.

    Dicen que seis meses no son nada, pero para mí fueron una ráfaga tóxica, un descenso vertiginoso hacia el olvido. No los viví, los inhalé. Mi vida se desmoronaba en cascadas de polvo blanco y noches interminables junto a Carolina, la única constante en un caos diseñado para devorarme. La cocaína tomó las riendas de mi voluntad, mientras un doppelgänger frío y despiadado conducía mi cuerpo hacia el abismo.

    Lo más adictivo no era la droga, sino compartirla con ella. Carolina, con sus ojos verdes perpetuamente húmedos, me miraba como si pudiera salvarme, aunque ambos sabíamos que solo estábamos hundiéndonos juntos. Era un pacto tácito. Pasábamos días enteros encerrados en mi habitación, sudando bajo el aliento de un ventilador que apenas funcionaba, envueltos en una bruma espesa de porro que se adhería a la piel como una manta dulce y pegajosa. No éramos amantes, éramos prisioneros de un vínculo que no buscaba futuro, solo un poco más de presente.

    La vigilia constante comenzó a quebrar mi mente. Dos días sin dormir pueden convertir a cualquiera en un espectro paranoico, y yo no fui la excepción. Mis noches se alargaban en bares de mala muerte en Temperley, donde los clientes se dividían entre borrachos y duros. Ese día, finalmente me uní a los duros, esnifando líneas que me dormían la cara y congelaban la empatía. Carolina, con su belleza cruda y salvaje, se convirtió en el centro de todas las miradas. Sabía que esos ojos lascivos la desnudaban, pero no me molestaba; ya no quedaba espacio para los celos.

    Todo cambió en el baño del espejo. Salí tambaleándome para encontrar a un borracho cualquiera acosándola. Su incomodidad era palpable, y sus ojos me suplicaron que interviniera. "Disculpá, amigo. Ella está conmigo, creo que sobrás acá", le espeté con un tono que quería sonar seguro, pero que apenas ocultaba mi miedo. Su respuesta fue tan burda como él: "No estoy hablando con vos. Tomátela." Mi paciencia, ya erosionada por días sin dormir y narices tapizadas de químicos, se quebró. El primer golpe llegó como un relámpago, y yo respondí con un banco desvencijado que se hizo astillas contra su espalda.

    El caos escaló. La seguridad del bar, que casualmente también era nuestro dealer, intervino. Terminamos expulsados, riendo como dos idiotas, como si todo hubiera sido una comedia barata. Esa noche, por primera vez, sentí la necesidad de marcar mi lugar, de ser "el hombre", aunque en el fondo sabía que no era más que otro reflejo roto en ese espejo.

    De regreso a casa, sacamos un cogollo y un nylon arrugado. El olor a cable quemado se apoderó del aire, dejándonos la mirada vidriosa y la risa fácil. Nos encerramos de nuevo, como animales enjaulados, consumiéndonos en un sexo feroz y agotador. Dolor y placer se mezclaron hasta que el cansancio nos tumbó. Despertamos horas después, solo para repetir el ciclo.

    Todo giraba alrededor de espejos: el del bar, el desvencijado que usábamos como bandeja, y el que reflejaba nuestra vanidad enfermiza. Nada importaba excepto seguir escarbando, buscando un fondo que no parecía llegar. Los últimos seis meses no fueron vida; fueron una caída libre, y la única pregunta que quedaba era hasta dónde llegaríamos antes de que el pozo se tragara todo.


    SIGUE

    Luciano Marcos

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