Meses desperdiciados con la cara pegada al vidrio, hundido en noches que eran un loop eterno, como mirar el mismo capítulo de una serie justo antes del final de temporada. Insoportable. La novedad se había desvanecido, y lo único que quedaba era un fastidio corrosivo. La sensación de la primera vez era ya un espejismo, inalcanzable. Las caras que se sumaban a ese teatro de autodestrucción solo traían hastío. Un día, sin aviso, decidí dejar la cocaína. No por mí, no por ellos, sino porque el ciclo había agotado incluso su propia miseria.
Intentar volver a los encuentros con mis amigos fue una revelación amarga. Ya no pertenecía. La conversación giraba siempre en torno a lo mismo: "¿Llamaste?" o "¿Cuánto trajiste?" Era un idioma al que me negaba a regresar. No había nada ahí para mí, solo un eco monótono. En mi aislamiento encontré otra alternativa: éxtasis. Y aunque parecía un cambio, al final era solo otro desvío en la misma carretera rota.
Una noche, decidimos asistir a una fiesta temática de anime. Una convención de marginados tratando de encajar con disfuncionales aún más perdidos. Nosotros, en cambio, éramos los extraños, con el MDMA burbujeando en nuestras venas. La velada avanzaba entre escenas patéticas: jóvenes jugando a la Play, hombres que superaban los 30 años acosando chicas de no más de 20. Nos repugnaba, pero estábamos allí, buscando en el lugar equivocado.
A las 4 de la mañana, hartos de ese microcosmos de frustraciones, emprendimos el regreso por Avenida Corrientes, en el barrio de Once. Éramos un grupo eufórico, soltando carcajadas como si el mundo no existiera. Entonces, el cruce. Ellos eran más. En un pestañeo, dos de mis amigos estaban en el piso, recibiendo una lluvia de golpes.
Salté al frente, intentando calmar las aguas. Grave error. No hay palabras que detengan a un grupo poseído por el alcohol y la rabia primitiva. Primero fueron dos contra mí, luego cuatro, después diez. Hombres y mujeres golpeaban al unísono, sin tregua ni lógica. Caí al suelo bajo una avalancha de puños y patadas, tratando de protegerme como podía. Pero ni eso fue suficiente.
La policía irrumpió, poniendo fin al caos. Mis amigos ya habían huido, dejando atrás a su supuesto hermano. Lo entendí: estaban superados, sin fuerzas ni ganas de arriesgar más. Me quedé solo en el escenario de una batalla perdida, recogiendo los pedazos de lo que alguna vez fui.
El saldo: una mandíbula rota en dos partes, un tabique desviado que nunca volvió a su lugar, y un espíritu tan fragmentado como mis huesos. Esa madrugada no solo marcó el fin de mi amistad con ellos, sino también el cierre abrupto de una etapa. Y todavía faltaba lo más difícil: recuperarme, solo para entender que no había mucho por lo que volver.
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