Embriagados de éxito y ese egocentrismo sucio que da el ver a todos festejando tu idea, planeamos la segunda. Esta vez, iríamos más lejos: mejor sonido, luces y humo profesional, un DJ, y en vez de plata, cada uno debía traer bebida. Como detalle indispensable, organizamos la "logística química": éxtasis, un ácido asqueroso, cocaína y ketamina. La ecuación perfecta para hundirse en una casa llena de gente anestesiada, en uno de los barrios más refinados de zona sur.
Invitamos más mujeres, claro, apelando a esa falsa bandera de la “inclusión”, aunque todos sabíamos que sólo buscábamos estimular los bajos instintos de los presentes. A las 20 la casa ya empezaba a llenarse, y para las 22, era un zoológico. La gente deambulaba entre paredes pegajosas y sucias, arrastrándose en un trance turbio de alcohol y drogas. Una fiesta que prometía ser épica, excepto para mí, sumido en una pelea estúpida y constante con mi novia. Ni siquiera tenía motivos, tal vez eran los feromonas, el aire espeso y cargado de olores embriagantes.
Entre la marea de cuerpos perdidos, noté una chica que destacaba; tenía algo de inocencia en la cara, unos ojos grandes y unos pechos generosos que el escote no intentaba ocultar. Con la impunidad que te da la “autoridad” de anfitrión, coqueteé descaradamente en la cara de mi novia. Justo cuando el deseo iba a desbordarse en un beso robado y borracho, una especie de alarido interrumpió la escena: Walsh había colapsado.
Su figura flaca y desgarbada se transformó, proyectando una sombra intimidante, casi bestial. Algo dentro de él se desató, una ira oscura y pura. Pude ver cómo su novia, pequeña, llena en la cintura, con el pelo dorado y las lágrimas desbordando, solo podía mirar al suelo. Mientras él rompía todo a su paso, se lanzó a la calle, despojándose de la ropa en un espectáculo grotesco de desnudez y rabia.
Ahí estábamos, tres sujetos en plena madrugada, forcejeando para meterlo de vuelta en la casa, intentando contener sus alaridos. Logramos tirarlo en un colchón, donde deliraba en un trance monstruoso. Pensé que la cosa se calmaba, pero solo era el principio.
En pleno delirio, veo a dos idiotas: uno orinando en el marco de la puerta y el otro tocando a mi chica. La situación explotó en una violencia de puños y vidrios rotos. Nadie quedó ileso, pero al menos los echamos. A las 8 de la mañana, con la casa destruida y mi cerebro al borde de colapsar, la música seguía, y yo seguía metiéndome basura para mantenerme en pie. Y luego vino el sexo, áspero y frío, un acto carnal sin alma, como si ese desastre de la noche hubiera despertado en mí algo crudo y feroz.
Con reproches y un retumbar en las sienes, salí de mi cuarto al mediodía, solo para ver que aún quedaba gente desparramada por la casa, como cadáveres de una guerra absurda. La fiesta no se detenía, y algo me decía que tampoco esta espiral de vacío. Mirando la ruina a mi alrededor, entendí que nuestra oscuridad todavía tenía camino. En algún rincón perdido de mi cabeza, se alzaba un pensamiento: la próxima será peor.
SIGUE
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