Una Casa, Cinco Almas Perdidas y el Final Que Nunca Llega
Oct 17, 2024

I
La noche ya no es lo que era. Antes de la pandemia, la joda duraba hasta que el sol nos sacaba a patadas del boliche o nos echaban de la casa de algún conocido. La economía, por aquel entonces, parecía estar de mi lado. Pero todo cambió. Y nosotros también.
Nos mudamos de golpe a una casa en Adrogué, cinco almas desesperadas buscando una razón para seguir. Para nosotros, era un palacio. Para el resto, una escena sacada de "Okupas", pero con menos dignidad y más drogas. Pako, el dueño de ese desquiciado reino, era un esqueleto de piel amarillenta, siempre con un cigarro en la boca y una sonrisa que escondía décadas de sarro acumulado. Alto y delgado, parecía vivir en una paradoja: demasiado grande para el espacio, pero siempre diminuto en su presencia.
A su lado estaba Walsh, su compañero de miserias y aventuras. Lo conoció en Pompeya, en el departamento de faltas de tránsito, donde juntos hicieron su fortuna robando a los pobres tipos que lloraban por sus multas. Despedidos antes de tiempo, quemaron todo lo que ganaron en drogas y compras inútiles. Walsh, con su bigote característico y su devoción a Spinetta, intentaba mantener un aire de dignidad con su guitarra, aunque esa música no sonaba para nadie más que él.
Después estaba July, quien antes fue Julián, un bajista brillante atrapado en una tormenta de obsesiones y cleptomanía. Si algo brillaba en su mundo era el dinero, y no importaba si eran 5 pesos o 5 centavos: te perseguía hasta que se los devolvías. Lo suyo no era pagar, eso era tarea para el resto de nosotros.
Luego llegó Hernán, mi supuesto mejor amigo. Siempre con una sonrisa falsa que escondía su inseguridad, su acné y los cortes de pelo que solo él creía que distraían de su evidente incomodidad. Las mujeres no lo tomaban en serio, y él fingía no darse cuenta.
Y después estaba yo, Lucho, 23 años. Sin talento musical, de un pasado sin amigos reales, pero con un trabajo estable que me convertía en el mecenas del grupo. Entrenaba, trabajaba, y ponía todo mi dinero al servicio de esta casa de locura, pensando que con el ejemplo podría elevar la vida de mis amigos. Craso error. No puedes cambiar a los demás cuando ellos ya están entregados al abismo.
Inspirados por la película "Proyecto X", decidimos que nuestro destino era organizar la fiesta épica de nuestras vidas. Enviamos invitaciones por Facebook, preparamos el sonido, llenamos la casa de drogas, alcohol y música. ¿Qué podía salir mal?
La primera fiesta fue un éxito, si es que medimos el éxito por la cantidad de caos generado. Una casa tranquila se transformó en un antro de depravación. Hombres y mujeres en un desenfreno sudoroso de sexo explícito, cocaína, pastillas, y alcohol. Las pupilas dilatadas y las mentes abiertas a cualquier propuesta que las drogas pusieran sobre la mesa. Todo era una espiral de cuerpos y sustancias, un festín para los sentidos más oscuros.
Pensé, en un arrebato de ingenuidad, que esas fiestas podrían unirnos como grupo, que la decadencia compartida nos haría más fuertes. Pero antes de que pudiera limpiar los restos de la primera fiesta, ya estábamos planeando la siguiente. Más grande, más salvaje. Porque eso hacemos los desesperados: buscamos siempre el abismo un poco más profundo.
Y entonces, en medio de esa vorágine, cuando todo parecía irremediablemente perdido, algo cambió. La violencia de las drogas, la suciedad de los cuerpos, el eco de las guitarras desafinadas, todo se diluyó en la fría mañana siguiente. El sol, con su luz irónica, nos iluminó como si dijera: "Sigan jugando, que el final está cerca". Pero ahí, entre la resaca y el silencio, encontré algo que no esperaba: un respiro, una pausa, como si la desesperanza misma me hubiera dado un golpe suave en la nuca.
Quizás, después de todo, no estábamos buscando hundirnos, sino salvarnos.
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