un día cualquiera a las seis de la tarde

Son las seis de la tarde.

Abro el ventanal y salgo al balcón.

Me gusta salir y apreciar el cielo cuando se pone índigo o naranja. Me gusta respirar profundamente y sentir el aire llenar el hueco que siento junto a mis pulmones desde que no estás. El viento me da en la cara y parece soplar recuerdos. Sorbo el mate y sin querer pienso en todas esas tardecitas que nos sentábamos en el suelo a merendar mientras el cielo se ponía lila y nosotros, curiosos, intentábamos saber el porqué. Qué simple era ser feliz a las seis de la tarde un día cualquiera.

Muevo la cabeza de un lado al otro deseando disipar las imágenes y me enfoco en otra cosa. Entonces miro más allá de los edificios que tengo enfrente. Miro el horizonte, donde las sierras azules contrastan con los edificios blancos, y sin querer pienso en todas esas tardecitas que miré hacia allá en busca de cualquier señal tonta que me dijera que estabas ahí, en aquel edificio aleatorio que habías señalado una vez. Con el tiempo supe que te habías mudado, entonces ahora mirar el horizonte no es más que eso: mirar más allá de los edificios que tengo enfrente.

Vuelvo a sacudir la cabeza.

Son las siete de la tarde.

Entro y cierro el ventanal.

Agarro mi celular, alguien publicó una frase: «a veces una sola ausencia basta para que se sienta vacía la ciudad»