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    Torre B8 Tercero A

    Apr 15, 2025

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    Torre B8 Tercero A
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    Suena la alarma, un chirrido insoportable sacude mi cabeza con resaca. Intento juntar fuerza para despegar la cabeza de la almohada, no puedo, pospongo. Suena de nuevo, pospongo. Son casi las once de la mañana. El Paco me esperaba a las diez y media para ir a hacer las compras, como todos los lunes. Desde que se agravó la enfermedad de la Yaya nos turnamos con el Manu y el Seba para acompañarlo. El día que casi se le viene abajo la alacena (a punto de desbordar de latas de atún y botellas de salsa) empezamos a creer que necesitaba ayuda con las compras. Como a la octava alarma me levanto. Me pongo la misma remera sucia del día anterior, me lavo rápido la cara y los dientes, un ibuprofeno y salgo apurado con el auto. Por suerte estamos cerca, por el Acceso Este llego en cinco minutos. 

    En el camino lo llamo, atiende Susana, le pregunto si ya salió y responde que no. Decile que me espere, estoy abajo. En el estacionamiento de la B8 pasé tantas horas jugando a la pelota, pelándome las rodillas y los codos. Nunca más, ni en mi paso sin pena ni gloria por la liga mendocina infantil, ni en los recreos de la escuela, ni en los picados con amigos, volví a disfrutar del juego como en esa canchita de hormigón improvisada entre autos y canteros. Subo los escalones casi corriendo, no necesito tocar timbre porque la llave de mi casa abre también la puerta de entrada al edificio (me había encantado descubrirlo años atrás, siempre había sido como mi segunda casa y saber que podía entrar a ambas con una sola llave me hacía sentir una satisfacción un poco tonta). Subo al departamento, ahora sí toco timbre. Me espera ansioso en la puerta. ¡Hijito mío!, se le llenan los ojos de lágrimas y me da un abrazo fuerte que me corta la respiración.

    La Yaya está sentada en la cocina, la saludo con un beso. ¡Hijo!, ¿qué pasó?, me dice como asustada. Nada, nos vamos a comprar, respondo. Se queda mirándome, tratando de determinar quién soy. Lo del susto se le olvida rápido, incluso parece alegrarse y eso me reconforta. Sin dar más vueltas, le pido a Susana la lista de las compras y salimos a la carga con el carrito. Por supuesto, la primera parada es en la fiambrería. Si bien las cosas ya no son como antes, sigue siendo infaltable el táper con fiambres en la heladera. Los sanguchitos de mortadela son un clásico de las visitas a su casa, así como los yogures firmes, el café en cafetera italiana, las tostadas con manteca y dulce, las galletas de miel de La Española, las Ópera y los turrones Arcor. En cada lugar al que entramos el Paco hace bromas con los comerciantes, se dicen apodos, se cargan; le preguntan por la Reme y responde que está bárbara, solo que las compras ahora prefiere hacerlas él, de paso aprovecha para salir a tomar fresco. 

    En el trayecto entre cada negocio, me cuenta anécdotas y cada una termina con la misma reflexión de lo importante que es ser buena persona y que la gente reconozca tu honradez. Creo que sospecha que le está quedando poco y quiere asegurarse de dejar claro su legado, como si el cariño de todos los comerciantes y vecinos no hubiera sido suficiente muestra. Como si guardar cada uno de nuestros dibujos o dejarse ganar a todas las partidas de rumi y de chinchón no alcanzara. Como si no fuéramos capaces de percibir que desborda de alegría en cada asado, en cada paella, en cada cumpleaños. Como si esos abrazos que te vacían el aire de los pulmones y te ponen coloradas las mejillas no hablaran por sí solos.

    Gabriel Ciambella

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