Tierra fértil para lo inolvidable.

Vivo todo con una intensidad que a veces me desborda, como si el corazón tuviera las paredes de papel manteca y cualquier emoción, por mínima que sea, dejara su marca a fuego. Soy así: luz alta, sombra densa, sin puntos medios ni zonas grises donde esconderme. Todo lo que me atraviesa se queda, como un huésped terco que no pide permiso ni avisa cuándo se va.

Nada que haya latido en mi pecho se desvanece del todo. No es que me aferre, es que algunas cosas se quedan solas, sin que uno las invite. Un olor, una palabra, una mirada que ni siquiera era para mí, pero que igual me rozó la piel como un pensamiento prestado. Lo que me atraviesa, se queda. Me habita en silencio, como esos inquilinos que no pagan renta pero te riegan las plantas del alma.

No me culpo por sentir así, aunque a veces me pregunto si esto es normal, si todos llevan una casa con tantas habitaciones ocupadas por lo que ya pasó. ¿Tan así se debe sentir? ¿Tan desbordado?

Porque en mí, lo fugaz no tiene domicilio. Se instala, desarma valijas, deja ropa tirada por todas partes. Todo lo que me emociona, encuentra raíz. Y yo, que nunca aprendí a soltar lo que me estremeció, soy tierra fértil para lo inolvidable.

Quizás por eso no olvido, porque hay cosas que no quieren irse, y yo tampoco las empujo. Se quedan como una melodía que suena bajito en una habitación cerrada, persistente, terca, como si supieran que no hay mejor escondite que mi pecho. Y entonces entiendo: no soy archivo, ni museo, ni cementerio. Soy jardín.