Solía ser valiente.

Yo decía lo que pensaba sin miedo,

sin remordimientos, sin pausas.

Yo era fuerte, yo era mía.

Mis palabras, mis pensamientos

eran míos.

Mis acciones, mis lecciones

eran mías.

Yo era mía.

Yo sabía quién era.

Yo era dulce, era amable.

Pero yo era fuego,

yo era viento,

yo era un incendio

enorme pero cálido.

Yo era grande, yo no tenía miedo.

Yo era fuerte,

yo era fuego, yo era llamas.

Incluso pequeña, tuve más valor

que los adultos a mi alrededor.

Yo era valiente, fui fuerte.

Yo era la que decía las verdades,

la que encaraba al mundo

con lo que eran oportunidades.

Yo decía lo que estaba mal.

Yo abogaba, yo peleaba.

Yo hablaba sin miedo, sin vergüenza,

sin culpa.

Siempre fui la que no encajaba,

ni con sus padres ni en las vecindades.

Yo no encajaba en ningún lado

porque yo no pertenecía ahí.

No quería pertenecer.

Nunca fui del mundo.

El mundo era mío.

Yo veía todo como debía ser.

Yo era justa, era sensata.

Yo abogaba.

Yo renegaba, yo me imponía ante todo,

ante todos, ante el mundo.

Yo era pequeña.

Mi espíritu era puro,

era blanco, no tenía ningún apuro.

No había ningún susurro,

no había queja alguna,

solo había más vida.

Porque yo quería vivir.

Yo peleaba, yo cuestionaba.

No me conformaba.

No creía, no escuchaba.

Yo no creía esas mentiras.

Yo hacía mi propia verdad.

Yo creaba mi propia vida.

Yo hablaba por mí misma.

Yo tenía certeza.

Nadie podía hacerme cambiar,

yo era mía.

Todos me veían

porque yo era mía.

Y nadie es dueño de sí mismo

en esta realidad.

Yo era mía.

No tenía miedo de ser yo misma.

No me importaba si no era igual al resto.

No me importaba encajar en el mundo.

Yo sabía que lo único que me podía mantener con vida

era ser quien quisiera ser.

He dejado de ser mía.

El mundo me manchó.

Ya después me encontré muy sola

y me cansé de tener que ser fuerte,

me cansé de ser valiente,

me cansé de nadar contra corriente.

Me resigné a vivir siempre con miedo

porque nadie fue fuerte para mí.