Cuarto misterio Gozoso
Hace menos de 2 años, cuando el esposo de la matriarca de la casa había fallecido, entre una voz quebrada, la pequeña brisa fría que pasaba a través de la reja de la puerta entumía los huesos de los oyentes del rosario.
María, quien se había encargado de conducir el rosario por estos dos años desde la muerte de su esposo, no podía acabar de terminar los rezos sin que su voz se quebrara y algunas lágrimas salieran de sus ojos.
María, quien había sido golpeada durante todo el matrimonio, se sintió aliviada cuando Javier, su esposo, falleció a causa de complicaciones en los riñones.
Durante estos dos años, al rezar, recordaba los pequeños cambios de voz que hacía su esposo durante los cánticos del rosario, del cual, cuando tenía 17 años, habría notado y, cautivada, se enamoraría de él.
Notando los pequeños gestos que hacía mientras rezaba —el pie de Javier no paraba de moverse, quizá por las dos tazas de café que tomó antes del rosario—, pensó María, quien al darse cuenta de la primera taza de café preparada con una cucharada de azúcar y dos de molienda, le serviría el segundo vaso a Javier, que sin instrucciones, ella, al aprenderse su receta como primer gesto de amor, le daría minutos antes del aniversario luctuoso del padre de Javier.
Cuando ella recordaba esos momentos de genuino enamoramiento, no podía dejar de sentirse agobiada por su sentimiento de paz que le trae el no volver a tener a su esposo al lado, pensando únicamente si es pecado el odiar haber amado tanto a una persona con la que se supone debió amarse por toda la eternidad o en su caso, hasta que la muerte los separe.
Su hija, notando el llanto y ciega de los sentimientos de su madre, creía que extrañaba completamente a su difunto padre, pues ¿quién pensaría que sus papás en realidad nunca fueron almas gemelas?
Sintiéndose completamente empática por lo que creía que era el sentimiento de su madre, se acercó con un pañuelo, y en un intento de abrazo que su madre, con la cordialidad forjada por los golpes de su esposo, rechazaría con una cachetada a su hija.
Segundo misterio Doloroso
Javier no era tonto. Apagaba cada una de las velas frente a él mientras dictaba el rosario para que no se notaran las lágrimas que salían de sus ojos durante el rezo, pues sabía que el accidente que le quitó la vida a su padre en el ferrocarril había sido su culpa. Lo único que lo delataba, y de lo cual nunca pudo quitarse la maña, era un movimiento de pie involuntario que hacía cuando recordaba las últimas palabras de su padre antes de morir frente a él y cómo una maldición resonando, una brisa fría le recordaba ese eco de los rechinidos del tren y el jadeante:
—Pendejo.
Que Javier, como maldición de quien escucha a un muerto, le resonaría en los oídos cada que le rezara el rosario cada martes y viernes de misterios dolorosos.
Tercer misterio Glorioso
A la semana siguiente, el rosario siguió como si nada. Las mismas voces, las mismas pausas al Ave María, la misma silla vacía que nadie se atrevía a mover, ni siquiera a mirar, la silla de roble traída por el padre de Javier, había sido una reliquia que pasó de generación en generación desde tiempos de la dictadura española. Ahora, esa misma reliquia convertida simplemente a un centro de sala era un recuerdo de lo difícil que era para María, el voltear a ver a ese mismo punto, solo por miedo a qué su esposo estuviera ahí, de nuevo.
María llegó al centro de la sala diez minutos antes, con la blusa planchada y el pelo recogido, como lo hacía desde que Javier había muerto.
Un recuerdo le cruzó la memoria, como una astilla atorada en la carne: Javier, borracho, recargado en el marco de la puerta con la camisa abierta y el vaso en la mano.
—¿Pa’ qué chingados te planchas la blusa? —le decía, con la lengua pesada por el alcohol—. Te ves bien pendeja... ni siquiera vas a salir a ningún lado.
Y luego se reía. No con gracia. Con desprecio. Ese que duele más que el golpe porque se queda.
Ella no respondía. Se quedaba quieta, como si al no moverse pudiera evitar que el momento se hiciera más grande. Pero igual le temblaban las manos. Igual le sudaban las axilas aunque fuera diciembre. Igual deseaba, por un segundo, dejar de existir.
Ahora, frente al altar, se alisó la blusa con las palmas. Nadie más lo notó, pero para ella ese gesto era una forma de resistencia. De seguir planchando. De seguir peinándose. De seguir viva.
Se sentó frente al altar improvisado, un retablo de la Virgen con veladoras recicladas y flores que ya no olían a nada.
No quiso mirar la chamarra colgada en el perchero. La misma que él usaba cuando salía a tomar café con sus amigos mientras ella se quedaba limpiando la sangre de sus encías del lavabo.
Ese día no lloró. Tampoco rezó con fuerza. Apenas movía los labios.
—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores... —decía con voz baja, casi muda.
Nadie preguntó nada. Pero todos sabían. Porque en el pueblo los murmullos no necesitan confirmación.
La hija de María no se sentó cerca de ella. Esa noche prefirió quedarse en la cocina, pelando los bordes de un vaso de unicel con la uña, escuchando desde lejos las palabras que ya se sabía de memoria, pero que en boca de su madre sonaban como piedras cayendo al pozo.
Todavía le ardía la mejilla de la semana pasada. Todavía se preguntaba qué había hecho mal. Pero también sabía, muy en el fondo, que esa cachetada no era suya. Era de alguien más. De un fantasma.
Al terminar el rosario, la hija se acercó con un trapo húmedo y comenzó a limpiar el piso de la sala. María la miró de reojo. No le dijo gracias. Ni perdón. Solo dijo:
—No pongas las flores mañana. Ya están podridas.
La hija asintió. No por obediencia, sino por costumbre. Porque las palabras de su madre no eran órdenes. Eran señales. Como cuando bajaba la mirada cada vez que alguien mencionaba a Javier. O como cuando se le apretaba la boca al escuchar la palabra “matrimonio”.
Esa noche no hubo café. Ni pan. Ni vecinos que se quedaran a comentar el misterio. Todos salieron en silencio, como si supieran que el rezo ya no era por el alma de Javier, sino por la de María. Que todavía seguía viva, pero ya no sabía cómo.
Al cerrar la puerta, una ráfaga entró y apagó la última vela. María no se inmutó. Solo se quedó sentada, viendo cómo el humo subía y desaparecía en el techo.
En su mente, la voz de Javier seguía viva, repitiendo esa palabra que nunca supo si se decía a si mismo, o simplemente maldecía el mundo porque ya no había otra cosa qué hacer:
*Pendejo.*
Y a veces, en los silencios entre misterio y misterio, ella también la escuchaba.
Cuarto misterio Glorioso
El siguiente rosario ya no fue en la sala. María decidió hacerlo en el patio. No dijo por qué. Solo movió las sillas de madrugada, arrastrándolas una por una sobre el suelo de cemento que todavía tenía marcas de los tenis de su hija cuando aprendía a brincar la cuerda.
El altar improvisado quedó sobre una mesa de plástico. La Virgen se ladeaba un poco, como si también estuviera cansada.
No hubo música. Ni incienso. Ni los murmullos habituales de “¿sí va a venir la señora?”. Solo silencio y un viento que calaba, aunque no era diciembre.
María rezó con los ojos cerrados.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia...
Las palabras salían como si no vinieran de ella. Como si las repitiera una niña obligada en catecismo.
Pero no era una niña. Era una mujer rota que había dejado de preguntarse si Dios escuchaba. Solo rezaba porque no sabía hacer otra cosa.
Mientras tanto, su hija permanecía sentada junto al árbol seco del patio, con las piernas recogidas, mirando la espalda encorvada de su madre. No hablaba. Solo la observaba con esa mezcla de rabia y ternura que se parece al miedo.
Recordaba la cachetada.
Recordaba también cuando su papá le gritaba a su mamá por ponerle menos azúcar al café.
Recordaba cuando, con cinco años, se tapaba los oídos en el cuarto mientras el rosario sonaba desde la sala.
La voz de María se quebró justo cuando tocó el Gloria.
—...como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos...
Un sollozo se le atoró en el pecho. No salió. No se ahogó. Solo se quedó ahí, temblando en la garganta como una promesa que nadie cumplió.
—Amén —terminó.
La hija se levantó. Caminó lento. Se puso frente a ella y, sin pedir permiso, le tomó la mano. No hubo palabras. No hacía falta.
Y María, que no supo cómo sostenerla, la dejó. Por primera vez, no apartó la mirada. No alzó la voz. No se cubrió los ojos.
Solo susurró:
—No reces por él, mamá.
La hija apretó más fuerte los dedos.
—No lo hago hija.
El rosario terminó sin gloria. La noche cayó sobre el patio como un telón pesado, y nadie se atrevió a moverse hasta que las velas se apagaron solas.
Memoria interrumpida entre los misterios
El padre de Javier no murió de golpe. No como dicen en el pueblo. No como lo contaron en la misa de cuerpo presente con las flores marchitas que parecían plásticas.
Murió viéndolo. Mirando a su hijo con esos ojos tan llenos de juicio que parecían hablar aunque ya no pudieran.
Ese día, Javier no tenía más de veinticinco. Había salido con él a buscar unas vigas de metal que prometieron dejarles cerca de la estación del ferrocarril. Un trato mal hecho, con hombres que hablaban en monosílabos y llevaban la camisa abierta como si el calor pudiera metérseles en el pecho y ablandarles la rabia.
El tren llegó antes. O ellos llegaron tarde. Nunca quedó claro.
Lo único que Javier recordaba con precisión eran las palabras:
—Muévete, idiota.
Y después, el chirrido.
La rueda cortando algo que no se ve pero se siente.
Y la cara de su padre gritándole *Pendejo* con una voz que no era de enojo, sino de despedida. Como si le estuviera entregando la culpa, sin juicio, sin reclamo, con la certeza de que ya no habría vuelta atrás.
Desde entonces, Javier no podía tener una conversación sin mover el pie. Ese tic nervioso qué él detestaba, odiaba a más no poder lo acompañó hasta el día que el riñón se le pudrió.
Nadie sabía si era por dolor, por ansiedad o por castigo. María creía que era lo último. Porque los hombres como él no sabían pedir perdón. Solo se repetían.
Y Javier se repitió.
Sobre su hija.
No con golpes, pero sí con ausencias. Con palabras que no decía. Con el silencio denso cuando ella se caía y lloraba, y él solo apagaba la televisión.
Con el desprecio escondido en los ojos cada vez que ella no servía bien el café. O cuando se le salía un “¿por qué?” y él respondía con un “porque yo digo”.
No la tocaba. No la golpeaba. Pero su frialdad dolía igual que un puñetazo.
Una vez, cuando la niña tenía once, lo escuchó llorar en la cocina. Fue la única vez.
Se asomó desde la escalera y lo vio sentado con la cara entre las manos.
Quiso bajar. Quiso preguntarle algo. Quiso abrazarlo.
Pero no bajó.
Porque a los diez años ya sabía que los hombres como su papá no lloraban frente a otros.
Y si lo hacían, era mejor no verlos.
Nunca más volvió a escucharlo llorar. Solo rezar.
Con la voz quebrada.
Con las velas apagadas.
Y con el pie temblando como si en cada oración le explotara en la garganta el recuerdo del tren, la culpa, y el cuerpo mutilado de su padre.
La hija, ahora joven, a veces se pregunta si ese mismo miedo que sintió esa noche desde la escalera fue el mismo que su madre tuvo durante treinta años.
Y si acaso hay herencias que no se notan hasta que ya es tarde.
Quinto misterio Glorioso
El quinto misterio lo rezaron solas.
Esa noche no llegó nadie. Ni las vecinas que solían llegar con suéteres gruesos y preguntas incómodas. Ni los rezanderos de costumbre que traían estampitas de santos con las esquinas dobladas. Nadie. Solo María y su hija, en la sala, con el foco del techo parpadeando y la vela grande consumiéndose lenta como si también estuviera cansada de repetir lo mismo.
María empezó sin mirar a su hija.
—Padre nuestro, que estás en el cielo...
La hija la acompañaba en voz baja. No porque creyera. Sino porque entendía. Porque a veces el rezo no es fe. Es costumbre. Es refugio. Es una forma de nombrar el dolor sin decirlo directamente.
—...danos hoy nuestro pan de cada día...
Ese día no habían comido. Solo un café frío en la mañana y una tortilla sola a mediodía. El estómago vacío, pero el pecho lleno de cosas que no se tragan.
Cuando llegaron al Ave María, María bajó la voz. No por devoción. Por quebranto.
—...ruega por nosotros los pecadores...
Los pecadores.
Esa palabra siempre le había pesado más que el resto.
Porque ella también había amado. Y odiado.
Y se preguntaba si eso la hacía doblemente culpable.
Por amar a quien la golpeó.
Por odiar la memoria de quien todos querían recordar con flores.
Por no haber escapado cuando pudo.
Por no haber protegido más a su hija.
Por no saber cómo mirar sus propios ojos al espejo.
—...ahora y en la hora de nuestra muerte.
Y entonces, como una ola lenta, el silencio cayó.
No terminaron el misterio.
María se quedó mirando la vela, con las manos entrelazadas, y la hija, con la espalda tensa, mirando el suelo.
—¿Por qué nunca lo dejaste? —preguntó la hija, sin levantar la vista.
La pregunta no fue acusación. Fue llanto contenido. Fue años de no entender.
Y María, por primera vez, respondió sin excusas.
—Porque no sabía que podía.
La vela parpadeó fuerte. Como si el viento hubiera entrado por alguna rendija. Pero no había viento.
Solo las dos.
Solo la casa.
Solo esa frase que se quedó flotando como un rezo más.
Esa noche no apagaron la vela. Dejaron que muriera sola, en su base de cera derretida, como tantas otras cosas que no supieron cómo despedir.
Y mientras el humo subía lento, la hija se dio cuenta de que algo había cambiado. No mucho. No lo suficiente para hablar de paz. Pero lo justo para entender que el rosario de esa noche no fue por Javier.
Fue por ellas.
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