Esta mañana hacía calor dentro de casa. He abierto la ventana que tengo sobre la cama para que entrase aire fresco, como cada día, pero me he quedado un rato más acostada. El cielo, de un azul infinito, era el escenario del canto y del baile de un montón de pájaros. He pensado en lo agradable que sería levantarme con alguien a mi lado, alguien a quien yo quisiera tanto como he querido a quien no debía, y me he concentrado en ese canto. Luego he pensado que lo que de verdad me gustaría sería levantarme con alguien que me quisiera a mí tanto como yo he querido a quien no debía.
El piar. Cruzaban veloces, unos persiguiendo a otros. Recuerdo que yo fui un vencejo que se comparaba con las golondrinas. Ella dijo: “A todo el mundo le gustan las golondrinas”, pero a ella le gustaban los vencejos, que nunca aterrizan. Yo todo eso no lo sabía. Que lo hacen todo en el aire, incluso enamorarse, me dijo. Algo así como que no tienen patitas, aunque yo eso lo dudo, y que vuelan y hacen el amor en el aire. Así que yo me dibujé como un vencejo y me ofrecí a su suelo. Que solo me podía enamorar en su suelo, le dije.
Qué estúpido poema. Qué estúpida comparación. Menos mal que le di todas las copias y borradores, y que eliminé de cualquier sitio cualquier rastro, porque si ahora lo tuviera, si conservara una sola copia de ese poema, lo quemaría. Nunca se mereció que yo quisiera aterrizar en su vida. Nunca se mereció que yo dibujase ese vencejo.
Alas en forma de ballesta, que querían encontrar tanta vida en unos ojos que carecían de ella. Ahora sé que nunca me quiso a mí. Nunca amó a este vencejo. Debí seguir volando, porque ni el suelo en el que vivía antes ni el suyo al que fui a parar eran mi sitio. Porque me equivoqué cuando creí que ella querría amarme. Solo quería que yo la amara. Solo quería que este vencejo, que se comparaba con las golondrinas y salía perdiendo, entrase por propia voluntad en su jaula. Era fácil convencerlo. Pero luego, una vez dentro, le dije: “aquí duele”, y justo ahí dejó su mordida.
Yo creía que era refugio pero era un espacio para controlar los movimientos de un pájaro herido. Feroz y despiadada hizo conmigo lo que ya habían hecho antes. Cuando mi psicóloga me preguntó qué sentí en esa habitación sola, le dije que no podía ponerle palabras, pero que era una emoción que sí recordaba: pequeña, insignificante, abandonada.
Preguntándome cómo alguien a quien yo quería tanto podía quererme tan poco como para no importarle que me estuviera partiendo por dentro, desesperada por un rastro, por un pequeño gesto de cariño o consuelo.
Sé que mis heridas son mías, como sé que las suyas son de ella. Por alguna razón, sus heridas había que entenderlas y cuidarlas, eran excusas para sus actitudes, sus dudas, sus miedos y sus actos. Había que entender que era así porque algo estaba roto, porque le habían hecho algo que la había convertido en quien era, porque ese algo hacía que las cosas dolieran más de la cuenta. Pero mientras todas sus heridas tenían que ser tratadas con cautela, siempre insuficiente por mi parte, las mías se desangraban.
Le dije a mi psicóloga que en esa habitación ella me hizo sentir exactamente como me había hecho sentir mi padre.
Este vencejo que en el poema le ofrecía absolutamente todo, que ansiaba un hogar, unas manos, un cielo un poco más pequeño, menos aterrador, fue despojado de un nombre, de un lugar que le habían dado por un instante, de un compromiso emocional y de una seguridad que le permitiera sentir que valía algo más que lo que siempre había pensado que era su valor.
Dejé de ser amor, familia, equipo, para ser carne, deseo y sexo.
Permanecí en la vida de la persona a la que yo quería, de la forma en la que había aprendido de niña: buscando un cariño y una atención que le habían sido privados a través de su cuerpo. Habría sido muy fácil no hacerme sentir una mierda si tan solo acostarse conmigo hubiese ido de la mano de quererme en su vida como algo más que un vínculo ambiguo.
Sí, si pudiera, quemaría el poema. Y seguiría volando. Pasaría de largo buscando un cielo más pequeño, pero el cielo es muy grande. Es azul y tiene mil posibilidades. No todas tienen que ser malas. No tengo por qué encontrar a alguien a quien yo quiera tanto como he querido a quien no debía, porque puedo encontrar a alguien que me quiera a mí tanto como debería haberme querido a quien quise, a quien no debía.
Este vencejo no debió ofrecerle su amor a alguien que jamás supo amarlo.
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