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    Papá, hay un pelado en la cocina.

    Jan 21, 2025

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    Papá, hay un pelado en la cocina.
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    Cuando era chico le tenía miedo a la oscuridad. No sé cuántos años tenía. Creo que ocho. Mis viejos me mandaron al psicólogo. Recuerdo que, en mi cabeza, era algo raro eso. Los chicos no iban al psicólogo, o al menos esa era la conclusión que había tomado de los pasillos del colegio, de las voces del recreo. No tenía problema con hacerlo, pero me avergonzaba.

    Las noches me atemorizaban. Pero no era siempre en vano. En el 96 vivíamos en una casa grande, una vieja quinta que estaba al costado de la Panamericana, en el kilómetro 49, en el Partido de Pilar. Ahora, a unos pocos metros, hay un Sheraton gigante. Por aquellos años, los alrededores eran todos descampados y algunas pocas casas. La soledad era notable.

    Una noche salí a darle de comer a los perros. Eran casi las once. No eran todos de mi familia. El nuestro se llamaba Moro, y a mi hermano menor, que en aquel entonces tenía dos años, le gustaba mearle la cabeza. Para colmo, los otros perros le robaban toda la comida. Por eso, yo procuraba llevarle comida siempre un poco aparte. Por encargo de mi viejo, tiré algunos huesos de tira de asado cerca del patio de la galería y dejé que se juntaran a pelearse por eso los visitantes. Para el local, procuré alejarme un poco y me acerqué al molino de la casa, ya alejándome de las luces bajas de la galería.

    De repente, estando en lo que para mí es la penumbra más plena, sentí que alguien chistaba. Un "ch-ch-ch" hostil en su simpleza. Entré en pánico. El terror se apoderó de mis decisiones y, como una criatura menor a lo que suponía mi cabeza que era yo, me abracé de una pierna de mi padre como no recordaba haberlo hecho jamás. Al día siguiente nos robaron todas las bicicletas y dos televisores de tubo. Creo que se llevaron también el coso del cable de la cooperativa telefónica local.

    No era la primera vez que me pasaba. No me refiero al robo. Después de eso, le seguirían varios hechos más. Un robo a la clínica de mis padres fue particularmente brutal. Argentina jugaba contra Holanda, y el momento del robo es difícil de olvidar porque sucedió cuando Ariel Ortega cabeceó a Van Der Sar en la pera. Un golpe perfecto. El de Ortega y el que le dieron a mi padre y a la secretaria de Imágenes Médicas. Los amordazaron en la cocina y buscaron desesperadamente una llave de gas para dejar abierta. En medio de todo esto apareció Nacho, mi hermano, que se había escapado de la farmacia de la esquina en donde estábamos mirando el partido, y había ido a pedirle monedas a mi viejo para ir al kiosco de la cuadra. Cuando irrumpió en la escena, se encontró a Eduardo, nuestro padre, y a Teresa, la recepcionista de la clínica, amordazados en la cocina.

    Mi hermano volvió corriendo a contarnos lo que sucedía. El ladrón huyó tras concretar el ilícito. Se hizo de algunos pocos pesos de los jubilados que se habían atendido ese día. Al poco tiempo, recuerdo que acompañé a mi madre al Banco Provincia. Sólo me acuerdo de que ese día hacía un calor asesino, sacamos un par de pesos para una compra básica, y cuando volvimos se habían llevado el FIAT Uno blanco que mi viejo adoraba. Eran años agitados.

    Mi padre se había recibido de médico y ya había tenido su primer infarto. Se fugó de la unidad coronaria porque habían ingresado a Carlos Menem al mismo hospital y se había vuelto imposible fumar sus Parisienne en la habitación. En diez años nos mudamos seis veces.

    En otra casa, ya más grandes, una vez encontramos a “un pelado que tomó sedante de caballo” (descripción de mi padre, que era veterinario). El pelado apareció cuando mi hermano menor, de vuelta, fue a la cocina a tomar agua de la heladera mientras todos dormían y empezó a gritar que había alguien en la ventana. Claro, estaba un pelado babeando mientras miraba para adentro. Yo me asomé desde nuestra habitación y lo vi, pero me quedé mirando de lejos. Mi hermano se metió a lo de mis viejos y los despertó al grito de “Papá, hay un pelado en la cocina” (nota de referencia: la ventana que estaba sobre la pileta para lavar los platos daba a la parte techada de la galería que funcionaba también como garage). Mi viejo se asomó y el pelado seguía ahí.

    El viejo se puso la bata de baño rosa de mi madre y se dirigió a la biblioteca. Del estante más alto, agarró la cajita, sacó el arma, la cargó y se la calzó en el bolsillo de la bata de toalla que también vestía para cortar el pasto. Salí tras de él y vi cómo se le acercó a la presencia extraña desde una distancia prudente.

    Mi padre se calzaba el fierro sólo por tranquilidad personal. Sólo lo vi usarlo, para tirar al piso, en un par de oportunidades. Había hecho una colimba de la que tenía buenos recuerdos. Ahí había logrado ubicarse como veterinario de un establo donde también estaban los caballos de algunos popes militares. Luego fue reservista para el conflicto del Beagle contra Chile.

    Hablando calmo, le preguntó al pelado de la keta que yacía parado pero tieso, mirando todavía hacia adentro de nuestra casa, qué carajo hacía ahí. Si no recuerdo mal (esto puede tener un poco de IVA), el loco le dijo que estaba perdido. Mi viejo lo tomó firme del bíceps, lo apretó y se lo llevó hasta el portón de la casa mientras le decía cosas que se veían simpáticas desde lejos. Abrió la puerta de madera, lo acompañó y luego le pateó el culo, empujándolo hacia adelante. El pelado trastabilló en la bajadita del auto y continuó su camino hacia el amanecer.

    Pero volvamos a mi psicólogo, porque, en esos años de La Bruja (así se llamaba la quinta de aquel barrio abierto, dos kilómetros más cerca de “el pueblo”), entré en contacto con la idea de “hacer terapia”.

    Así, una vez por semana, me sentaba frente a Eduardo. Este sensible psicoanalista era idéntico a Jaime Bayly, que casualmente atravesaba su prime televisivo y tenía una gran cuota de pantalla por aquellos años.

    Las charlas con Eduardo me divertían. El ejercicio de dar mi versión de los hechos que me iban sucediendo a diario, a un tercero adulto que me escuchaba con atención, me apasionaba. Me permitía, a su vez, entender lo que me pasaba. Para eso, me encomendó un ejercicio diario: escribir todos los días lo que me pasaba. En principio, a mí me resultó extraño. En mi cabeza, eso era algo para mujeres. Mis compañeras de clase, mi hermana y mis primas eran las que escribían “querido diario” en sus agendas y narraban el transcurrir de los días, los lugares y las relaciones con las personas. La invitación a hacer “algo de nenas” aparentemente me interpeló porque inmediatamente lo comenté con mi padre.

    El viejo me dijo básicamente que lo que decía era una estupidez. Me contó que toda su vida había escrito diarios. Me mostró entonces unos cuadernos viejos pero muy bien conservados de sus años de veterinario en distintos lugares remotos de la Provincia de Buenos Aires. Sus narraciones hablaban del clima y su relación con los gauchos, peones, patrones y amigos, que eran pocos. Mientras me los mostraba, me contaba que ahí constaba todo lo que alguna vez le habían dicho, cómo habían evolucionado las distintas cosas que le iban pasando, los resultados de los tactos rectales del ganado y la rutina en la manga. Eso no era sólo un pasatiempo. Era un trabajo que hacía para ayudar a su memoria cuando lo necesitara en el futuro.

    El argumento no sólo me convenció, sino que le sumó épica, por lo que empecé a tomarme en serio lo que hacía para Eduardo. El psicólogo, no mi padre, que también se llamaba como yo. El terapeuta también me había dicho que podía haber días en los que sintiera que no había pasado nada. Entonces, me desafió a que, en esos días, saliera a un lugar fuera de la casa que estuviera totalmente oscuro y contara el tiempo que aguantaba el miedo. Cuando el ejercicio terminaba, tenía que escribir qué me había pasado. Tenía que describir qué me había dado miedo, tratar de darle una explicación y anotar cuánto había aguantado. Eso me iba a permitir darle seguimiento a las mejoras o recaídas que se produjeran. Recuerdo que las primeras salidas fueron rápidas: escuchaba un ruido de una gallina vecina, el crujir de alguna hamaca oxidada, etc., y salía cagando.

    El diario más el ejercicio práctico constituían el contenido de cada reunión con mi Jaime Bayly personal. A él tenía que leerle finalmente los resultados. Ese ejercicio luego se convertiría en una profesión.

    A mí me daba mucho miedo salir de mi casa. No iba a dormir a casas de amigos, no asistía a los campamentos escolares ni a los viajes de egresados que hacen como práctica social en el jardín o colegio. Estar alejado de casa me parecía tan doloroso como innecesario. Pero, al descubrir este ejercicio, le encontré una vueltita a la vida.

    Existe un término en el mundillo del marketing, la publicidad o las ventas, que es el puto “storytelling”. Básicamente, es “el cuentito” de las cosas. Puede ser una marca, un evento, un invento, una película o cualquier cosa que pretendamos vender de alguna manera. Es, sin ir más lejos, la narrativa que se arma uno de las cosas que quiere promover. Hay que simplificar todo sin perder de vista los detalles importantes, atravesarlo por un conflicto y narrarlo prácticamente en tres actos. Darle un simple orden de introducción, desarrollo y final para contar algo.

    Hacer la película de las cosas no es sólo un ejercicio terapéutico, literario o comercial. También es un ejercicio médico. Mi mujer es profesional de la salud y actualmente está estudiando psiconeuroinmunología. Lo conocen como PNI. Es, básicamente, una disciplina que estudia cómo la mente, el sistema nervioso y el sistema inmunológico se comunican entre sí, y cómo esa interacción afecta nuestra salud física y emocional. Para sus diagnósticos, construyen la "película" de cada patología: una narrativa que detalla los eventos, factores y conexiones que llevaron al desequilibrio y orientan hacia su solución.

    Narrar las cosas que nos pasan, el contexto que las rodea, con los detalles de la historia y los protagonistas de lo que nos afecta, ayuda. Nos deja entender las causas, los mecanismos y las posibles alternativas para llevarla mejor.

    Escribir un diario no es otra cosa más que eso. La narración de nuestra inconsciente supervivencia. La vida misma nos obliga a escribir. Pase lo que pase. Siempre escribir.

    Eddie Fitte

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