Hay una serie de búsquedas elementales que suelen asomarse sobre el ego del artista. La perfección, la belleza, la originalidad, la innovación, la aprobación universal y la prolificidad son algunos de estos tormentos constantes atesorados en el repertorio de pesadillas de quien pretende desarrollar una carrera artística aunque, la que me ha obsesionado siempre; es una más profunda, abrumadora y compleja: La trascendencia de la obra.
Es realmente difícil componer un símbolo con vida propia. Un elemento unívoco de admiración, repulsión y zeitgeist sincrónicos que se despegue hasta de su propio creador para adquirir el carácter popular de lo que se conoce y se toma como propio, interpelando más allá de la figura y el canon de quienes la tradujeron en obra artística y convirtiéndose en iconografía política, semiótica y cultural en carne viva.
Nadie puede negar a Los Beatles, Hemingway, Chopin, Van Gogh o Charly García diciendo que su obra carece de importancia, cuando cualquier argumento es rebatido por su impacto sociológico y la significancia estilística a lo largo del tiempo. Sería simplemente estúpido desacreditar su valoración poética bajo la retórica absurda de la imperfección técnica y, aún peor, la pretensión de imponer el gusto propio como justificativo suficiente ante la vastedad de la ignorancia y la crítica sin sustento.
No existe fórmula certera que permita encarar la cacería de un signo de los tiempos, aún teniendo la posibilidad de intentarlo incansablemente, con mayor o menor éxito, observando y descifrando el contexto de a poco y construyendo entre espejos los baluartes que ciertos pueblos y generaciones consideran importantes. Pertenecer no es el objetivo, sino representar con transparencia y exactitud quirúrgica el alma de los colectivos observados. Encontrar los núcleos del disturbio y las especificidades ideológicas, románticas y emocionales en común que los condense en manifiesto.
Hablemos, entonces, sobre el anonimato. Reflexionemos sobre esos artistas cuyo nombre ha sido sepultado por el tiempo y, tal vez, por el peso de una obra que habiendo ganado su independencia absoluta se desprende por completo de su creador y deviene en parte de un pueblo que la sostiene por costumbre y adopción. ¿Es a caso ese el objetivo primordial de un artista?, ¿Es realmente justo que esa pieza se conozca por sobre el nombre de su creador? A los fines del arte, considero que sí.
No creo que haya mayor acto de valentía artística que desapegar la obra del ego y exponerla frente al mundo sin un dueño, con el solo fin de ser disfrutado, comprendido y estudiado como un ente independiente y más allá de cualquier hype que pudiera partir de un reconocimiento previo. El arte por el arte mismo y la voluntad de entregar una parte del alma en pos de una declaración de principios, sabiendo que toda defensa de estandarte tiene un precio que hay que estar dispuesto a pagar.
Es preciso aclarar, que si bien no existe una definición certera y definitiva de “artista”, hay innumerables análisis de obra que demuestran que sin ella, por si llegaste hasta acá sin haberlo considerado nunca, el mismo no existe. No es necesario decir que la aclaración de lo obvio conlleva la clara intención de erradicar esa costumbre tan propia de la crítica especializada como del comentarista ocasional, que es hablar del artista por sobre la obra. Es un paso evolutivo tomar distancia del anclaje emocional y la trascendencia personal del artista para encarar al objeto creativo como un ente orgánico y vivo dentro de su propia cosmogonía y desarrollo original, porque ahí está el arte. La vida de una obra se encuentra signada por la profundidad del mensaje que transmita y los contextos que logre alcanzar, pero también por su suerte, la casualidad y las buenas o malas interpretaciones del público. Lamento decirte que, por más esfuerzo que hagas, las garantías no existen y eso es; precisamente, lo más hermoso, justo y traicionero de la creación humana.
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