La rosa negra

En el jardín donde la vida canta,
nacían las rosas en su albor encantada;
cada color un suspiro del cielo,
cada aroma, un verso de terciopelo.

Jugaban al viento, reían al alba,
bajo el tibio sol que todo lo salva.
Pero en una esquina de sombra escondida,
nacía una rosa de alma dolida.

Era negra, como noche sin luna,
como un grito ahogado, sin ninguna fortuna.
La miraban con miedo, con desprecio frío,
como si su esencia fuera solo vacío.

No sabían que en su pecho doliente,
latía un amor callado, incandescente.
Le negaron ternura, le negaron consuelo,
le dejaron el silencio por todo cielo.

Pasaron los ciclos, una a una cayeron,
las rosas del edén en luz se disolvieron.
No se marchitaban, no había final,
solo un resplandor, suave, celestial.

Cada una brillaba con su tono al partir:
la roja, como fuego que no quiere morir;
la blanca, como nieve que al alma acaricia;
la azul, como océano lleno de caricias.

Y llegó su hora, su último instante
La Rosa Negra tembló, vacilante.
Mas cuando el viento la tocó con su canto,
brotaron de ella estrellas en su manto.

Luces pequeñas, de todos los tonos,
colores jamás vistos, secretos y tronos.
Brilló como nunca, como nunca existió,
y el jardín entero por fin comprendió.

Sus lágrimas caían, suaves, sin prisa,
como un adiós que aún guarda sonrisa.
Porque en su marcha, tan llena de herida,
descubrió que su alma era la más bendecida.

Subió hacia la luna, que en silencio la esperaba,
como una madre eterna que siempre la amaba.
Y mientras ascendía, el jardín enmudeció,
las otras rosas lloraron pero ya no alcanzó.

No hubo perdón, no hubo despedida,
solo admiración tardía, perdida.
Porque entendieron en su último destello,
que la Rosa Negra
era la más hermosa del cielo y del suelo.

Así nació la historia que aún vive en la brisa,
la historia que el rocío cada noche desliza:
de una flor despreciada, y aún así tan amada,
la Rosa Negra
la más bella, la más olvidada.