Hace poco estuve reflexionando sobre esas frases típicas que dicen que el mundo no se detiene por nadie. Las personas las repiten como una forma de motivación. Pero al pensarlo más, me di cuenta de lo inquietante que puede ser esa idea: que no importa la magnitud del dolor, la vida sigue para el resto. Hay una crueldad silenciosa en ello. Una crueldad que hemos aprendido a naturalizar sin notarlo.
En lo cotidiano, lo vemos con frecuencia: alguien sufre, grita, se cae… y todo continúa como si nada. No creo que esto ocurra con maldad consciente, sino más bien como una falla en detenerse, en pensar, en responder. Hannah Arendt hablaba en banalidad del mal como la ausencia del pensamiento nos vuelve cómplices sin darnos cuenta. En ese sentido, permitir que el mundo siga girando mientras alguien se rompe, es una forma pasiva pero real de violencia.
En mi caso, cuando tengo un problema, le doy vueltas hasta que me consume. Hablarlo no siempre alivia. Y pedir ayuda, aunque legítimo, me hace sentir culpable, como si estuviera interrumpiendo a alguien que ya carga su propio peso. Aun así, el deseo de apoyo real, concreto, no desaparece. La acción ética se ha reemplazado por gestos simbólicos, quizás para algunos basta con recibir palabras de lástima o consuelo, pero me pregunto si eso es realmente empatía. ¿Tiene sentido conformarse con eso, o soy yo quien espera demasiado, deseando —como quien cree en la magia— que alguien agite una varita y lo solucione todo?
Zygmunt Bauman, en Modernidad líquida, reflexiona sobre los vínculos humanos. En su visión, incluso los lazos morales se han vuelto fugaces. Y en Daños colaterales, complementa esa idea dándonos la consecuencia de ese sistema: la indiferencia se convierte en una lógica de supervivencia.
En mi opinión, esta indiferencia con que nos relacionamos con el dolor ajeno se construye a través de dos etapas cíclicas:
Primero; en la infancia, se nos enseña a bastarnos. La empatía no se aprende; apenas se intuye como consecuencia de la razón humana. Desde pequeños nos educan en la autonomía como virtud, y cuando necesitamos al otro, sentimos culpa. Carol Gilligan diría que el pensamiento masculino y racionalista ha invisibilizado la interdependencia y desprecia el cuidado. A lo que yo agregaría que es una consecuencia social de vivir en el capitalismo, nos consideramos competencia, el sufrimiento ajeno significa fracaso, significa fallar, y que nosotros que no sufrimos -o al menos, no lo decimos- estamos ganando la carrera.
Luego, cuando somos adultos, viene la saturación: la globalización nos inunda de malas noticias. Nos volvemos inmunes, no porque no nos importe, sino porque nuestro cerebro necesita defenderse. Nos habituamos al horror. Ver sufrimiento ya no nos conmueve; es solo una imagen más en el flujo constante. Como decía Susan Sontag, ver no basta.
Lo humano no es autonomía, es interdependencia y necesidad mutua.
En esta lógica, la solidaridad se convierte en estorbo. Vivimos en una cultura donde se premia el rendimiento, la competencia, el individualismo. Como advierte Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, el exceso de positividad, el imperativo de ser siempre productivos y la autoexplotación emocional nos llevan al agotamiento. Ya no tenemos fuerza para sentir lo que duele. Para no quebrarnos, elegimos mirar hacia otro lado.
E incluso si lo viéramos ver no es lo mismo que actuar. Sentir no es lo mismo que comprometerse. Una empatía sin movimiento es amarillismo que consuela más a quién lo expresa que a quién lo necesita.
La globalización ha creado una ilusión de empatía: creemos que por ver algo, ya nos importa. Que por compartir una imagen, ya hicimos algo, y nuestros algoritmos se inundan de imágenes trágicas que alimentan el morbo.
Hoy todo es visible, pero nada importa. Ver a alguien sufrir ya no duele. Es solo una imagen más. Aquí Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, advierte que ver sufrimiento no necesariamente nos hace más humanos. Al contrario: puede volvernos indiferentes. La imagen constante anestesia.
Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, lo dice sin eufemismos: todo se transforma en una mercancía visual. Incluso el dolor. Lo consumimos, lo olvidamos, seguimos.
La empatía genuina no es emoción sin consecuencia, es movimiento. Impulso a actuar. Y sin embargo, incluso en los escenarios más masivos —como los movimientos políticos o las crisis humanitarias—, la acción se disuelve. Las razones son muchas: miedo, represión, apatía, desesperanza. En América Latina, donde la protesta muchas veces se criminaliza, la lucha colectiva no es una decisión simple. Pero creo que la raíz más profunda es otra: nos hemos despolitizado porque nos hemos deshumanizado. Ya no nos importa lo que le pase al otro. Mientras yo me salve, todo está bien. El otro ya no es alguien con quien me vinculo, sino un obstáculo, un dato, una amenaza para mi comodidad o mi avance personal.
Callar es elegir. La omisión también es un acto. Y como todo acto, es político. No mirar, no actuar, no hablar, ni movernos: todo eso construye mundo, moldea realidades. La empatía sin consecuencia es una mentira cómoda.
Mirar no basta. Hay que hacerse cargo del privilegio de poder mirar sin ser destruido. Y después de mirar, atreverse a arder.
Texto originalmente subido para Substack por @claudiacaraballo.
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