Venus se arrodilló ante lo impoluto del vacío y simplemente vomitó, pues no sintió ninguna otra cosa. Fue entonces que una marea de lágrimas atravesó su rostro, un nudo en la garganta la dejó sin habla y el sideral espacio del vacío quebrantó su masa. No obstante, lo más catastrófico fue haber vendido su alma al diablo y ceder su capacidad lírica. Ya no pudo contar historias y, consecuentemente, dejó de crecer, y sus hermanos se olvidaron de ella.
Desde otro sitio en la galaxia, Agusto observaba desde el decorado y luminoso ventanal con balcón de su departamento cómo esa estrella en el cielo brilló más aquella noche que cualquier otra. Quedó asombrado por ese momento único y pensó en la angustia de, quizá, no volver a encontrarla. Sin embargo, cada noche él volvía, y ahí estaba, imponente, haciéndose notar entre la pesada carga lumínica de la ciudad cosmopolita en la que vivía.
Uno de esos días, la brisa se sintió más que en cualquier otro, y el ocaso en la urbe pareció peculiarmente silencioso. Las luces danzaban entre los imponentes muros de concreto amoldado que intervenían por completo el espacio circundante. Alguna voz se oía —más bien, el tenue bullicio de quienes parloteaban a unos seis pisos de distancia— aquella noche de sábado. Lo singular fue cómo ese escenario prestó fortuna para que Venus sintiera la angustia de Agusto, y el fin pareciera lejano, y todo lo oscuro comenzara a deconstruirse: diáfano, inquebrantable, especial.
Lo que Venus no sabía era que Agusto ya conocía su existencia, ya que había dedicado gran parte de su vida a observar, angustiado, ese punto fijo en el cielo. Sentía que debía existir otro lugar que explicara su existencia, que no lo torturara y, por fin, dejara de ser esa figura antagónica para sí mismo. Por eso, cada noche, con una botella de vino de por medio, dejaba caer un par de lágrimas intentando resolver el eterno dilema de lo solitario que puede ser el espacio reducido de un dos ambientes en el centro de Banfield.
Él sabía muy bien que no encontraría a nadie que lo comprendiera por completo, pues ya había transitado un centenar de veces el desamor, tristeza que vino de la mano de la muerte de su familia hacía ya diez años.
En la hechura de su vida, no había pericia que diera sentido a los días más que aquel pequeño momento de desidia en el que, tal vez, podía sentirse único, valorado, eterno. Pero sabía que esa versión de la espectacularización absoluta era parte de la condición humana: tender puentes, abrazar representaciones, entender la importancia de los rituales, del arte, de cómo encontrar el amor o volver a encontrarlo tras la inminente desilusión del carácter de lo existente.
Fue entonces que Venus abrazó su singularidad, aun sabiendo que él era un mortal, y sollozó, pero también sanó. Y en esa mediación, ambos cantaron su tristeza, pues no había otra cosa por hacer, ya que lo demás parecía intrascendente. Una vez más calmos, ella le contó a Agusto cómo sus hermanos y hermanas se olvidaron de su existencia y que, gracias a ello, destruyeron su corazón. Peor aún: sus intenciones ahora velaban por Tánatos, y no por el cometa Eros que trazaba su trayectoria cada mil años.
Venus continuó el relato. Su brillo era producto de esa tristeza, causa del amor contenido que había mutado en odio, en fuego. Fue así que se redujo a los brazos de su padre y se alejó: pequeña, distinta, tímida. Empero, sabía que la nostalgia sería trascendental, pues el diablo no le devolvería la mirada, y los siglos de los siglos destruirían su ánimo, pero no su paz. Entonces contó cómo el frío tomó su corazón, y luego dijo: «Dejé que el fuego me consumiera por fuera, pero sé que la angustia y la frialdad tienen sentido en la eternidad».
El aire volvió a quebrarse en la intimidad, y Agusto lo supo: Venus ya no brillaría como aquella noche, porque su dolor sempiterno era más fuerte que el amor del fuego de llamas perpetuas.
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Elías Brizuela
Escritor, periodista y fotógrafo. 28. Me dedico a la comunicación pero escribo por la necesidad de mi alma por contar las otras historias, los otros sentimientos.
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