I. La oscuridad
La oscuridad de la noche cubre la cabaña frente al campo de trigo. Es una hermosa propiedad, de estilo victoriano, muy parecida a las estaciones del tren Mitre en su camino hacia Tigre. Los techos son de chapa a dos aguas, y terminan prolijamente en una canaleta disimulada detrás de un elegante tirante de madera. Una galería rodea el edificio, protegiendo el perímetro de la intemperie. La chimenea del hogar domina la fachada principal y está ubicada justo al lado de la puerta ventana que permite acceder a la galería desde el cuarto de estar. Esa noche el viento sopla fuerte, por lo que Arturo se queda adentro -por lo general, acostumbra a sentarse en las reposeras de la galería- pero aprovecha el ventanal para contemplar el horizonte. Las nubes tapan el cielo, nubarrones densos, oscuros y pesados, sobre los que se reflejan las luces de mercurio del pueblo, a lo lejos. El resplandor genera una atmósfera extraña; es difícil decidir si es atractiva, sobrecogedora o atemorizante. Arturo cree que ésta última opción es la más cercana a la verdad.
Cerca de los sesenta años, dormir no se le hace fácil y luego de la muerte de su padre, Arturo comenzó a despertarse muy temprano. Desde hacía unos meses, los cuidados que debía prestar a su papá lo mantenían semi despierto por las noches. Largas eran esas noches, en las que solían acostarse temprano, luego del noticiero vespertino; para las 22 hs., usualmente estaban en la cama. Aunque era un sueño ligero: su padre no dormía a causa de los dolores y Arturo no dormía para acompañarlo, medicarlo o atenderlo como fuera necesario. Fueron meses muy duros, con corridas nocturnas al hospital, conversaciones con médicos, investigaciones personales en internet, buscando segundas opiniones detrás de las palabras de WikiPedia o MedlinePlus. Una época donde la noche tomó un valor diferente para Arturo. Descubrió que, a pesar de la oscuridad, el mundo no para. Hay gente plenamente consciente, ocupada, que desarrolla sus tareas como la mayoría lo hace de día. Hay tránsito vehicular, gente que trabaja, otra que se divierte; hay servicios que funcionan las 24 horas, muchos más de lo que imaginaba. La noche es dura, si se quiere, más real que el día, que a menudo queda difuso detrás de la nebulosa que la rutina diaria genera. La noche no se puede dar por sentada. De noche, vivir deja un registro en las retinas. Y en el corazón. Arturo aprendió a exprimir la noche, y a su manera, comenzó a disfrutarla de alguna forma particularmente retorcida.
Los meses posteriores a la muerte de su padre, la mayoría de las noches, Arturo siguió acostándose al término de las noticias para quedarse inmediatamente dormido. Era un sueño profundo, pero agitado. Aunque al menos, dormía. Todo se complicó cuando empezó a despertarse más temprano, sin necesidad de usar un despertador. Al principio intentaba volver a dormirse, aunque era imposible. Luego, dejó de intentarlo. Simplemente hacía tiempo en la cama, mirando la madera del techo, hasta la hora de levantarse. Pero luego, el horario de sueño comenzó a reducirse. Por estos días, Arturo se considera afortunado si duerme hasta las 3 de la madrugada. Y son las reposeras de la galería quienes reciben su cuerpo y su mente. Sus recuerdos flotan más allá del campo de trigo, se elevan y vuelan, en un viaje al pasado; a situaciones, momentos, personas. Fantasmas. Los fantasmas del pasado que vienen a despertarle y a menudo se quedan con él.
II. Esperando a los fantasmas
Los cristales del ventanal ya reflejan los relámpagos que acompañan a la tormenta que se avecina. Arturo está vestido con un pijama de esos que son pantalón y camisa. Es rayado, celeste y blanco. Calentito y cómodo; aunque el viento y el frío en el exterior quizás potencien esa sensación. Su mirada continúa perdida en el horizonte, más allá del campo de trigo. Hace mucho que es dueño de esa casa, pero sólo hace unos años compró el terreno adyacente al suyo para dedicarse a la agricultura. El año pasado sembró soja. Para evitar que su tierra pierda nutrientes, este año decidió que sería el turno del trigo. Y no le fue nada mal. Durante el día y bajo el rayo del sol, el campo sembrado toma una coloración dorada, hermosa. De noche, cuando la luna lo ilumina, parece la superficie del mar moviéndose con el viento. Esta noche no es el caso, sumido en la oscuridad, sólo puede verlo mecerse. Su cerebro comienza a jugar una suerte de asociación libre que lo lleva nuevamente hacia atrás en el tiempo. Parado estáticamente detrás del vidrio, con los brazos cruzados observa las plantas como si de una sola masa se tratara, sin poder individualizar cada una de ellas. El viento del oeste. Campo. Trigo. Oro. Viento. Oeste. Leticia.
El primer recuerdo que acarició su mente fue en el restaurant. El recuerdo fácil, obvio. El beso que elevó su cuerpo y su alma sobre una mesa con velas y vino blanco. Sólo un beso y nada más. Claro, no fue el único; porque más recuerdos acudieron a su mente junto con el del sabor de sus labios, manejados por dedos dentro de su cerebro: largas, larguísimas charlas íntimas sobre los colores de la nada, visiones sobre el amor y relaciones humanas. Imágenes de tristeza y fotos de disfrute, las cosas que hacen a la vida. Interminables tardes de verano, aún más largas eran las noches oscuras, donde la única luz provenía del encuentro entre Arturo y Leticia. Confesiones por doquier - ella reconoció haber participado de extra en una película, aunque no quiso mencionar en cual; él le confesó que la extrañaba cuando no estaban juntos. Fue amor, sin dudas. Incluso los años que habían pasado no habían logrado empañar el recuerdo de ese amor tan lejano. Más y más recuerdos continuaron llegando dejando arreglos de flores muertas en la puerta de su alma. Y ¿quién era él para resistirse?
Y entonces la vio.
Es imposible, pero sin embargo es real. Leticia está ahí, saliendo del trigal. No podía ser otra persona. Sus piernas, eternas. Sus pies tan delgados como estilizados. Paso a paso Leticia se acerca a la casa, lentamente, pero sin detenerse. La mirada -Dios, cómo habría podido olvidar esos ojos negros- enfocada en la puerta ventana, incluso algo más allá - ¿lo estaba mirando directamente a los ojos? - fija, penetrante, sexual. A medida que Leticia se acerca a la casa, su andar parece más ligero. De ninguna manera flota, claro que no. Pero, sin embargo, tampoco producen vibración alguna esos pies con cada paso que dan. Raro, fuera de lugar. Pero claro, la presencia de Leticia en su campo de trigo en plena madrugada tampoco es normal. Veinte años habían pasado y sin embargo ese es su lunar; en la mejilla derecha, ahí justo encima del lugar donde termina la comisura de los labios. Su cabello negro azabache, grueso, perfecto está algo más largo -profundo en el fondo de su mente, Leticia lo usaba corto- quizás más hermoso que allá lejos en el tiempo. Su pecho delgado, chato. Por toda prenda, Leticia luce un camisón semi transparente. Su cuerpo se adivina debajo, sus caderas -quizás la parte más atractiva de su cuerpo- pavonean su andar de izquierda a derecha y a izquierda otra vez, volviendo a empezar. Ya pocos metros le separan de la puerta ventana; Arturo había detenido su respiración sin darse cuenta de que ambos puños caían ahora a los lados de su cuerpo. Del otro lado del cristal, los ojos de Leticia le miran fijo -ahora puede asegurarlo- mientras que sus labios pronuncian una simple frase:
—¿Puedo pasar?
La realidad de Arturo se convierte en una oscuridad de murmullos. ¿Cómo podía ser posible? Por supuesto que la dejaría pasar, era Leti. Su Leti desde hacía tantos años y, al mismo tiempo, desde nunca porque nunca habían llegado más allá de aquel beso en el restaurante. Hasta esta noche en que todo volvería a ser verde. Donde la historia podría retomar su curso, ese sendero que nunca debía haber abandonado. La historia, no había sido justa con ellos; aunque raramente lo es. Arturo tuvo una sensación extraña, una nostalgia feliz. Un instante donde la memoria le transportó, de repente, a un hermoso recuerdo rodeado de dulzura. Hay una palabra japonesa para ese sentimiento: Natsukashii. Arturo vivió un natsukashi justo antes de posar su mano derecha sobre el pomo de la puerta. Leticia, definitivamente flotaba sobre el piso de la galería, pero Arturo no lo notó esta vez.
III. La invitación
—Pasá.
—Muchas gracias. -Su voz también era la misma. Y también la había olvidado.
—No entiendo… -comenzó a decir, pero Leticia posó los dedos índice y medio de su mano izquierda sobre sus labios.
—No hay nada que entender -respondió mientras ingresaban a la estancia; ella deslizándose hacia adelante, él caminando hacia atrás, torpemente. Su talón izquierdo golpeó contra la pata de hierro forjado de la mesa ratona. Lanzó un quejido y una mueca de dolor apareció en su rostro. Leticia sonrió. – No cambiaste ni un poquito en todos estos años. ¿Me extrañaste?
Hasta unos minutos antes, si cualquier le hubiera preguntado lo mismo, la respuesta hubiera sido negativa. De hecho, recordarla le hubiera generado alguna nostalgia, claro está, pero no mucho más que eso. El regreso físico de Leticia había provocado una nueva sensación en Arturo, como si ella nunca hubiese partido, como si no hubiera desaparecido de su vida, como si no hubiese estado separada de él durante todos estos años… juntos, pero no. Separados estando juntos. Esa letanía de los últimos tiempos de una relación. Años y años de domingos. Una vida compartida, sin compartirla.
—Sí, muchísimo —dijo Arturo, sin mentir—. ¿Dónde estuviste?
—Eso no importa ahora. Estamos juntos. Y tenemos mucho de qué hablar.
Y hablan. Claro que sí, sentados en el sillón. Cómo en los viejos tiempos. Aunque sólo es Arturo quien habla. Y recuerda todo. Los recuerdos que habían llegado a él desde el pasado fueron sólo el principio. Ahora recuerda el comienzo y también el final. Recuerda lo bueno, lo malo, lo feo. Lo hermoso y lo inalcanzable. Lo triste y lo absurdo que había boicoteado esa relación. Y tantos años después lo lamentó ¡tan profundamente! Un desgaste amargo, entre promesas de amores que duran para siempre. De proyectos de caminatas por el campo cuando fueran viejos. Mientras los recuerdos fluyen -mientras Arturo habla- la prenda que cubre el cuerpo de Leticia cae a los costados de su cuerpo, liberando su piel, dejándola a la vista. Lentamente, comienza a acercarse en pos de ese otro cuerpo, lleno de vida y fortaleza. Sus manos primero, acarician. Pero no son solo sus manos. Toda ella es una caricia, mientras esos ojos negros permanecen imperturbablemente fijos. Mirándole. Hipnotizantes y profundos. Imposible despegar la mirada de ellos. Leticia vuelve y envuelve a Arturo como la niebla devora el árbol cercano a la playa en una mañana brumosa. Envuelve y enrosca, acaricia y toca sin tocar. Inmoviliza.
Leticia, de repente, se inclina sobre Arturo. Lo hace con una velocidad increíble, pero Arturo sólo ve movimientos gráciles, sensuales. De alguna manera su rostro había cambiado, como cambian los rostros cuando el sexo más animal los invade. Leticia dobla su cuello y en el momento en que lo hace, relame sus labios, como un animal sediento. Arturo puede ver sus labios brillar bajo la luz del fuego en la chimenea -¿no estaba apagada hace un rato?-. Leticia y la punta de su lengua que golpetea inquieta sobre sus dientes, agudos y afilados. Sus manos sostienen la cara de Arturo que está en trance, rígido. Leticia y su cabeza que desciende mientras sus labios acarician las mejillas y el mentón de Arturo. Y sigue descendiendo, hasta que parece detenerse en su cuello. Su lengua de nuevo, que esta vez hace ruido, raspa -¿cómo es eso posible?- mientras se desliza hacia arriba y hacia abajo a lo largo de la garganta de Arturo y, al mismo tiempo, humedece sus dientes como lubricándolos. Su aliento huele mal, -algo no está nada bien- es caliente y ácido. Arturo cierra sus ojos, en un éxtasis lánguido que lo desborda, el cuerpo semi desnudo de Leticia sobre el suyo, sobre su calor. Porque el cuerpo de Leticia está frio. Algo está mal.
Y luego Arturo, de repente, despierta y su corazón se llena de miedo. Esa situación no tenía nada de normal. ¿Quién era esta extraña que se había metido en su casa? Lo cierto es que él le había permitido entrar. La había invitado a pasar. Espera, atento. Su corazón estallando en el pecho. Y entonces siente el ardor en su garganta, la fuerte presión de dos dientes muy afilados, la carne desgarrada y la succión potente de esos labios que comienzan a drenar la sangre de su sistema.
Arturo sólo escucha música en sus oídos, mientras la vida se le escapa del cuerpo junto con la sangre que abandona sus venas. Escucha música y la voz de Sting que canta, triste:
"Nunca hice promesas a la ligera y hubo algunas que rompí
Pero te juro que en los días que quedan caminaremos en campos de oro
Caminaremos en campos de oro"
Arturo murió. Y eso que volvió, desapareció.
Our picks
Start writing today on quaderno
We value quality, authenticity and diversity of voices.
Comments
There are no comments yet, be the first!
You must be logged in to comment
Log in