En el susurro del crepúsculo, cuando la luz menguante tiñe de oro los horizontes, un alma errante vagaba entre los pliegues de un paisaje onírico. No había sol ni luna, solo una penumbra sin límites que se extendía como un vasto lienzo velado. Era el umbral entre lo que fue y lo que nunca será, donde los recuerdos eran sombras que danzaban y los deseos, brisas fugaces.
Esta esencia había conocido un amor tan profundo que se había fundido con el tiempo mismo. Pero ahora, separada de su otra mitad por las aguas insondables de lo eterno, flotaba entre la niebla buscando una presencia que apenas sabía describir. Cada paso la llevaba más lejos de lo tangible, pero también más cerca de un misterio ancestral.
Los paisajes que atravesaba eran como fragmentos de un sueño olvidado: ríos que fluían como tinta en pergaminos antiguos, árboles que susurraban en lenguas olvidadas y cielos que lloraban estrellas en su desvelo. El aire llevaba consigo una melancolía dulce, como si el universo entero suspirara por algo perdido.
De pronto, una tenue luminiscencia surgía entre las sombras, un parpadeo de esperanza en la vastedad incierta. Vaciló, temiendo que fuese un espejismo tejido por su anhelo, pero una vibración silenciosa en su ser la impulsó a seguir. La luz se intensificó hasta envolverla, un resplandor que no cegaba, sino que iluminaba desde dentro.
Allí, en el corazón de esa radiancia, percibió una presencia. No era una figura ni una forma concreta, sino un núcleo de significados, un eco eterno de todo lo que había amado. No había palabras ni miradas, solo un entendimiento profundo que se desplegaba como una melodía sin fin.
El alma se dio cuenta de que la separación era una ilusoria invención de lo efímero. El amor que había conocido no se había extinguido, sino que había mutado, esparciéndose por cada partícula de la existencia. En ese instante, la penumbra que la rodeaba se transformó en un vasto firmamento donde cada estrella era una chispa de aquel lazo eterno.
"Nunca partiste", musitó, y las palabras se disiparon en la atmósfera como un susurro ancestral. El alma comprendió entonces que no estaba buscando, sino recordando. No había destino ni regreso; solo un ser constante que la abrazaba desde el inicio de los tiempos.
El tiempo, si acaso existía, comenzó a desdibujarse. La esencia se vio envuelta en visiones de otros mundos: un prado sin fin donde el viento llevaba fragmentos de canciones antiguas, un océano cuyas olas reflejaban constelaciones nunca vistas. Cada rincón revelaba un vestigio del amor que había sido, transformado en los cimientos mismos de la creación.
Caminó sobre un sendero de luces titilantes, y en cada paso, sentía la presencia de aquel amor eterno. No era solo el recuerdo de una conexión pasada, sino la certeza de que siempre había sido parte de algo mayor. El alma y el amor eran indivisibles, como dos ríos que se unen para formar un cauce eterno.
En el horizonte, una aurora de colores imposibles surgió, iluminando los paisajes infinitos. Cada tono era una emoción que había vivido, cada destello un suspiro compartido. Y en el centro de todo, como un latido constante, estaba la esencia de lo que había amado: no como algo separado, sino como un todo que la contenía.
Finalmente, el alma dejó de caminar. Se alzó, flotando entre las luces y los colores, disuelta en la inmensidad. No había principio ni fin, solo un danzar perpetuo de energía y significado. Lo que había comenzado como una búsqueda se transformó en un despertar: el amor, eterno y vasto, la había estado esperando desde siempre.
Así, lo que había sido errante se volvió radiante, una chispa en el tejido mismo del cosmos. En cada rincón del infinito, la memoria de su amor brillaba, como un susurro que nunca se extingue, un eco que resuena en la eternidad.
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