—¿A qué le temes realmente? —preguntó el psicólogo, con voz suave, como si cada palabra estuviera hecha de humo.
El hombre frente a él no respondió. Sus ojos estaban hundidos, vacíos, pero temblaban como si cada silencio le doliera. La habitación era aséptica, demasiado blanca, demasiado perfecta. No había relojes, ni ventanas, solo el sonido de la respiración compartida.
El paciente abrió la boca, apenas un susurro escapó.
—A... mí.
Despertó jadeando. El aire era espeso, hediondo. El techo estaba cubierto de manchas de humedad, y una lámpara colgaba balanceándose, como si acabara de ser empujada. No recordaba haber llegado ahí. El piso era de concreto, frío, y su cuerpo estaba envuelto en una bata sucia con manchas que prefería no identificar.
Un chirrido de bisagras lo sobresaltó. Dos figuras de blanco entraron sin mirarlo, lo sujetaron sin esfuerzo, como si ya supieran que no iba a resistirse. Él gritó, pero no hubo reacción. Solo lo arrastraron por pasillos grises, con puertas metálicas que lloraban cada vez que se abrían.
Lo empujaron dentro de una habitación.
Y el mundo se detuvo.
Era la misma.
La misma sala donde había tenido aquellas sesiones, idéntica a la de su sueño. El mismo escritorio, la misma silla, las mismas paredes insonorizadas. El mismo sillón en el que él —¿o el otro él?— se sentaba.
Y allí, esperándolo, estaba el psicólogo.
Solo que algo había cambiado.
Ya no tenía ese rostro neutro. Ahora su sonrisa era afilada. Sus ojos no eran compasivos, eran predadores. Su voz no era humo; era cuchilla.
—Bienvenido de nuevo. Hoy hablaremos de quién eres tú... y de quién soy yo.
Las sesiones empezaron a repetirse. Cada día el loco —si aún podía llamarse así— se sentía más pequeño, más expuesto. El psicólogo le hacía preguntas imposibles, lo desnudaba con palabras, desenterraba pensamientos que él no recordaba tener.
Pero lo peor no era eso.
Lo peor era que el psicólogo comenzaba a parecerse a él.
Usaba sus palabras. Hacía los mismos gestos. Recordaba historias que solo él conocía. Reía igual.
Y él... empezaba a olvidar.
Sus pensamientos se volvían lentos. Su rostro, cada vez más ajeno. Su reflejo en el vidrio no coincidía con lo que sentía.
Se desmoronaba. Literalmente. Como si su alma se evaporara con cada sesión.
—¿Sabes qué eres tú para mí? —dijo el psicólogo una tarde—. Un molde. Una base. Un mapa para convertirme en algo más... humano.
El loco lo miró, sin fuerzas.
—¿Por qué yo?
El psicólogo se inclinó.
—Porque tú... siempre fuiste yo.
En la última sesión, la habitación estaba vacía.
Solo un hombre frente a un espejo.
Y en el reflejo, dos rostros.
Uno sonreía. El otro lloraba.
Pero ninguno sabía ya cuál era el verdadero.
Y afuera, una nueva orden:
“Paciente 000. Sesión uno. No lo miren directamente a los ojos.”
~Un escritor mas.
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