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    “En la medianoche 

    vienen los vigías infantiles 

    y vienen las sombras que ya tienen nombre y vienen los

    perdonadores

    de lo que cometieron mil rostros míos 

    en la ínfima desgarradura de cada jornada”

    Historia antigua - Alejandra Pizarnik

    Sus dedos eran larguísimos. Los más largos que vi en mi vida. Como ramas blancas y blandas; huesos duros y suaves a la vez. Demasiado estirados para una chica de su edad, e incluso, para cualquier persona “normal”. 

    Lo primero que pensé al conocerla fue que tenían vida propia. Con curiosidad, los miraba bailar mientras ella hablaba. Cada movimiento de manos que acompañaba sus palabras opacaba cualquier mensaje que estuviera expresando. Hipnóticos, diría yo —o cualquiera que los haya visto—; sus dedos contenían algo extraño en los contornos. Invisible pero perceptible. 

    Le decían Dedos, en la escuela, los amigos del barrio, e incluso algunos adultos. Llamaba la atención por donde iba. Nadie podía evitar bajar la mirada cuando conversaban con ella. Como si una multitud de voces sonara en lo profundo del diálogo, distrayendo al otro interlocutor.

    Sin embargo, esto no opacaba su vida. Era parte de su identidad, y, aún pese a las burlas, ella logró mimetizarse con su condición. La aceptó, casi como un don. 

    Era dos años más grande que yo. Había alcanzado la pubertad el verano pasado. Según mi madre, esa debía ser la razón del crecimiento grotesco de sus dedos. 

    Eso le pasa a las muchachitas y muchachitos como vos. Pero ellas lo padecen más. Los cuerpitos de las chicas empiezan a doler y sangrar. Sufren. Ustedes los varones no tienen ni idea —me decía. 

    Y yo le creía. ¿Cómo no iba a creerle a mi propia madre? La experiencia siempre le gana a la juventud, incluso cuando la primera está completamente equivocada. Porque, esto no se trataba de la pubertad. Las protuberancias que se estiraban desde esas manos no respetaban una lógica natural. 

    Y a medida que iba desarrollándose, todo empezó a volverse más extraño.

    Un día, mientras jugábamos en la plaza del barrio, me contó una curiosidad. Algo que los otros compañeros de colegio le pedían que hiciera.

    Cuando estaban engripados y la mucosidad les impedía disfrutar la vida que todo niño desea tener —es decir: respirar libremente— le preguntaban si estaba dispuesta a meter uno de sus dedos —preferentemente el índice de la mano derecha, ya que habían comprobado que se trataba del más rápido y ágil— en sus narices, escarbando en el interior del cartílago, para así quitar la baba verde que infectaba sus cavidades. Y por supuesto que ella accedía. Se sentía importante. Una santa. Alguien que ayudaba a los demás. 

    —Lo hago tan bien, y tengo tanta habilidad, que si quisiera podría tocarles el cerebro —me dijo, mientras nos impulsábamos en las hamacas. 

    No supe qué responderle. La idea de tan solo idear esa situación en mi mente, provocaba arcadas imaginarias en mi garganta, próximas a materializarse. 

    —¿Puedo probar con vos?

    Dejamos de columpiarnos. 

    La miré confundido. No lograba discernir si estaba hablando en broma, o escondía una tétrica realidad. Entonces, dirigí mis ojos hacia sus dedos. Estos bailaban. Una danza extraña y llamativa. Se contorsionaban y entrelazaban unos con otros. Chasqueaban ante la flexión de cada falange. Parecía como si se estuvieran comunicando entre sí. 

    Sin percatarme de nada, volví a mirarla a los ojos. Sonreía, divertida. Algo se escondía detrás de su disfraz de piel, carne y hueso. Entonces, lo sentí. Un aroma agrio e intenso. Como fruta podrida, heces jugosas, muerte estacionaria. Su tan famoso dedo índice se había clavado en una de mis fosas nasales. 

    Pude sentir como esa larga y huesuda extremidad subía por el puente de mi nariz. Unas pocas lágrimas comenzaron a recorrer mi rostro. Dolía, y mucho. Ella estaba corrompiendo mi cuerpo, deslizándose dentro como un parásito. 

    No sé cuánto duró ese momento. Se sintieron como horas, quizás días, pero recuerdo que el final fue lo peor. Realmente sentí que había llegado hasta su objetivo. Mi cerebro, siendo rasgado con intensidad por la uña de aquel dedo, embadurnándose de viscosa materia gris. Cada nervio de mi cuerpo gritando de dolor, mi sangre hirviendo. El horror, puro y duro. 

    Luego, lo sacó, como si se tratara del corcho de un vino recién abierto. Unas pocas gotas de sangre acompañaron el final del dantesco espectáculo. 

    —Vení, vamos a mi casa a limpiarte —dijo, mientras seguía sonriendo. 

    Dedos vivía con su madre. Una mujer alta y larga, como un árbol decrépito y viejo. Papá se había marchado tiempo atrás, o al menos es lo que me había contado. 

    Se cansó de nosotras. No podía vivir con dos monstruos al lado. —Recuerdo que me confesó. 

    La mamá de mi amiga nos sonrió al vernos entrar. Estaba cocinando una especie de guiso. Olía horrible. Un aroma de humedad y descomposición danzaba sobre el aire de la cocina. Coles, brócoli, cebolla y aceitunas flotaban en el líquido burbujeante de la olla. De vez en cuando, pedazos de carne violáceos salían a la superficie para saludar, o quizás avisar que se estaban ahogando en su propia miseria. 

    —¿Tan temprano por acá? Si el día está hermoso para seguir jugando —dijo.

    Miré el cielo que se dibujaba por fuera de la casa. Una tormenta oscura se avecinaba a lo lejos. 

    Supongo que, en ese preciso momento, la mujer se percató del hilo de sangre que colgaba sobre la parte inferior de mi cara, porque, luego de quedarse mirando dicha zona, borró su sonrisa y emitió un largo sonido gutural, con la boca abierta de par en par. 

    Fueron unos largos segundos de espera. Yo, incómodo y perturbado, miraba a Dedos en busca de una respuesta lógica ante el accionar de su madre. Ella, en vez de contestarme con los ojos, permanecía obnubilada con sus uñas. Las limpiaba y olía, con una delicadeza y amabilidad llena de frialdad. 

    Giré la cabeza en búsqueda de la mujer alta y delgada, pero para mi horrible sorpresa, ella se encontraba a escasos centímetros de mi rostro, aún con la boca abierta. Despedía una fragancia peor que la de su obra culinaria. Ese agujero negro, poblado de dientes amarillos, se asemejaba a un pozo céptico. 

    —Tenemos que limpiarte. Nunca se debe desperdiciar sangre —dijo. 

    Luego, clavando sus huesudas manos en una de mis muñecas, me obligó a acompañarla al baño. 

    Estaba sentado en el inodoro. Las cuatro paredes del diminuto cubículo oprimían mi figura, absorbiendo en su totalidad la inocencia que se iba perdiendo poco a poco. 

    Dedos espiaba desde el marco de la puerta, la cual se encontraba entreabierta. Su madre se percató de ello, pero no pareció importarle. Yo, por el otro lado, no podía emitir palabra. Quería decirle que me dejara ir, que me podía limpiar solo, que quería volver a mi casa. Pero me callé. 

    Aproximó su dedo anular a mi nariz. Una espesa gota de sangre se deslizaba por la comisura de mi labio superior. La yema se llevó consigo aquel río rojo. Luego, la mujer se quedó mirando la mancha que se había formado en ella. Se metió el dedo en la boca y sorbió. Cuando escapó de sus fauces, este se encontraba completamente limpio.

    —¿Sabés el significado que tiene cada dedo? —preguntó. Su sonrisa continuaba firme.

    Contesté que no, moviendo la cabeza de izquierda a derecha de manera casi imperceptible. Rápidamente, alzó el dedo pulgar de mi mano derecha. Lo sostuvo firmemente. Inmovilizando dicha extremidad.

    —Este es Pulgarcito. Gordito y rechoncho. Es el más importante de todos… y el más fuerte. Sin él, no habría fuerzas para sostener las cosas.

    Bajó el dedo con un rápido movimiento, haciendo chasquear una de sus articulaciones. Luego, vino el índice. 

    —Indicador. Nos guía. Marca a los líderes y poderosos.

    Lo bajó. El chasquido sonó un poco más fuerte. Después, vino el dedo corazón. 

    —El rebelde. Largo y firme. Quien lo levanta, tiene que asumir las consecuencias.

    Se hundió. El chasquido dolió demasiado. Tenía miedo. Ahora, el anular. 

    —Ah… Mi favorito. El del amor. Donde va el anillo de la felicidad. Yo tuve que comerme el de mi marido. —Madre e hija comenzaron a reír. De forma desencajada y antinatural. Encontrando diversión en algo que producía horror. 

    Desapareció. Sentí como si lo hubiera quebrado. Algunas lágrimas tímidas se animaron a salir de mis ojos. Por último, el meñique. 

    —El chiquitín. Débil. No sirve de nada. Es más… ni siquiera lo necesitamos. 

    La mujer mostró nuevamente su hilera de dientes. No había rastro humano en ellos. Parecía una fiera. Algo salvaje que se escondía de su presa, preparado para morder y arrancar. Se acercó lentamente hacia mi dedo. 

    No solo me encontraba mudo, ahora el terror había paralizado todo mi cuerpo. 

    Justo cuando creía que lo inevitable estaba por tocar a la puerta, Dedos habló. 

    —Mamá, tengo hambre —dijo, con una naturalidad absenta de la realidad que estaba teniendo lugar en esa casa. 

    La mujer dobló mi meñique con una violencia fascinante. Antes de que mi cerebro se diera cuenta de lo que había pasado, mi alma se había convencido de que este había sido extirpado de mi cuerpo. Pero no fue así. Todo estaba intacto. 

    —¡El guiso ya debe estar listo!

    La mujer se levantó, abrió un cajón del mueble del espejo y revolvió en su interior. Sacó un pedazo de algodón, sucio y negro. Lo metió de forma precisa en mi fosa nasal dañada. Olía a alcantarilla. Ratas muertas nadando en líquido infecto de inmundicia. 

    Ambas se fueron. Parecían flotar en su andar, al igual que almas en pena.

    Yo permanecí sentado en el inodoro. Sin saber cómo seguir con mi vida. 

    Regresé a casa al poco rato. No recuerdo nada del trayecto, a excepción de una sensación etérea en mi cuerpo, como si hubiera estado levitando por las calles del barrio. La puerta se abrió y me recibió mamá. La miré a los ojos, pero estoy seguro de que no encontró nada dentro de los míos. Vino la típica, y obligatoria, pregunta que toda progenitora le hace a su bebé: ¿Estás bien? A lo que contesté afirmativamente, para luego internarme en mi habitación. 

    Esa noche soñé con lombrices blancas que se posaban en mi piel. Ingresando por todos los orificios y poros de mi fisonomía. Quebrantando mi alma. 

    Todo cambió de ahí en más. No solo yo. Dedos hizo un viraje en su vida para mal. Dejó de ser la chica rara y divertida de antes. Ahora, se la veía caminar por la vereda con un paso agotado y pesado. Su cara era una retrato de desesperación. Siempre, con la cabeza gacha, se encontraba mirando sus largos y finos acompañantes. Los dedos ya no parecían moverse por voluntad propia, sino que realmente lo estaban haciendo, y ella solo podía observarlos en su rebelión. 

    Por mi parte, la evitaba a toda costa. Si la veía aproximarse a lo lejos, giraba y regresaba por donde había venido. 

    A veces, llamaba en la puerta de casa preguntando por mí. Nunca le dije a mamá que no quería seguir juntándome con ella, pero indirectamente lo había entendido. 

    Espiaba por la ventana de mi cuarto cuando intentaba contactarse conmigo. El resquicio de una de las cortinas me permitía vislumbrar a lo que anteriormente había sido mi amiga. 

    Solo una vez se dio cuenta de ello, aunque, hasta el día de hoy no sé cómo lo hizo. 

    Esa tarde obtuvo la respuesta de siempre por parte de mi madre. 

    —Está haciendo los deberes, no puede salir ahora. 

    Dedos asintió con la cabeza y se marchó. Aliviado, me recosté en la cama, pensando en lo que me dedicaría a hacer durante el resto del fin de semana. Y ahí lo escuché.

    Toc-toc-toc

    Alguien estaba tocando mi ventana desde afuera. 

    Me quedé quieto. Intentando que las exhalaciones de mi nariz callaran. Respirando lo justo y necesario para seguir viviendo. 

    Toc-toc-toc

    No hacía falta sacar deducciones. Estaba más que claro quién era ese invitado no deseado. Los golpes comenzaron a sonar más fuerte. Simulaba mi no-existencia, al igual que cuando uno se despierta por un ruido extraño en medio de la noche y finge estar dormido para así ahuyentar al monstruo. Los rayos de luz que se filtraban por la ventana contrarrestaban la lógica de aquella sensación. Era de día, no dormía, y sin embargo me encontraba dentro de una pesadilla. 

    El golpeteo se detuvo. Pasaron unos diez segundos en los que contuve la respiración. Mi sangre se incineraba y el bombeo de mi corazón galopaba como un corcel salvaje y violento. Entonces, largué todo el aire reprimido. Fue un alivio precoz en el que me dije a mí mismo que la tormenta había pasado, cuando en realidad estaba parado en el ojo del huracán. 

    Diez largas siluetas comenzaron a ascender por detrás de la cortina. Esas sombras proyectadas traspasaron la seguridad de mi cuarto, para luego dibujarse en las paredes. Formas poco reconocibles en sus detalles, pero de entendimiento total en sensaciones. 

    La cosa de ahí fuera estaba extendiéndose, jugando conmigo. No había cabeza, torso, o cuerpo alguno, solo ellos; enormes y abismales.  Las sombras empezaron a aproximarse hacia mí. Ya no valía la pena seguir pretendiendo, sabían que estaba despierto, existiendo. Sin embargo, no lograba moverme. 

    Justo cuando estaba aceptando que mi vida iba a llegar a su fin, sonaron golpes en la puerta. Era mi madre, preguntando si quería algo para merendar. Miré hacia la ventana antes de contestar. No había nadie del otro lado, si es que en verdad lo hubo. Me levanté de la cama, creando una máscara frívola que ahuyentara el terror, y todo siguió como si nada.  

    Mi último encuentro con Dedos fue el más significativo de todos, y la razón por la cual, hoy en día, no puedo dormir tranquilo a la noche. 

    Ocurrió un viernes de lluvia. Había llegado de la escuela unos minutos después de que comenzara el diluvio. Una terrible tormenta azotó la ciudad como nunca antes. Casi todas las casas de la zona céntrica terminaron inundadas con varios metros de agua en su interior. Miles de pérdidas materiales y vidas arruinadas. Nosotros vivíamos en una zona alta y casi nunca teníamos problemas con las precipitaciones. El único inconveniente constaba en los cortes de luz. Nadie se salvaba de la oscuridad. 

    El día se hizo noche. Las sombras se adueñaron de nuestra casa a eso de las tres de la tarde. 

    Me encontraba viendo una película de terror cuando se fue la electricidad. La última imagen que recuerdo de la misma constaba en una aparición en forma de mujer. Cabello negro y largo, piel blanca como la nieve, y una boca abierta sin fondo, con tinieblas por labios. Reptaba por unas escaleras, contorsionándose de forma antinatural, produciendo el mismo sonido que las figuras largas y delgadas que venían poblando mis pesadillas. Tuve la impresión de estar mirando a Dedos a través de la pantalla. Entonces, golpearon la puerta de entrada. 

    Escuché cómo mi mamá se aproximaba para abrir, con pasos ligeros e inquietos. 

    —¿Estás bien? —dijo a lo lejos, enmarcando su voz a través de un talante firme y preocupado al mismo tiempo. 

    Del otro lado respondió una voz débil. Tan solo distinguía su murmullo, pero pude reconocer a quién pertenecía. Ella estaba ahí fuera, bajo la tempestad. La puerta se cerró a continuación. La invasora había ingresado. 

    Tenía miedo de salir de mi habitación. La simple idea de sentir su presencia de más cerca me llenaba de un asco que nunca antes había experimentado. Sin embargo, tenía que enfrentarlo. No podía dejar a mi mamá sola con esa cosa inhumana. Porque eso era; un monstruo, al igual que la criatura que la había engendrado. 

    Caminé lentamente por el pasillo. Midiendo cada pisada. La casa se había oscurecido más de lo normal, como si una nube densa y negra se hubiera situado encima nuestro. Mi imaginación, quizás, estaba volando, acompañada por la realidad de un terror palpable. 

    Estaba parada junto al sillón, al lado de la única ventana del lugar. La escasa luz filtrada por las cortinas contorneaba su figura. Aunque no podía vislumbrarla de manera clara, notaba cómo su cambio de personalidad le había afectado, sobre todo en los ojos. Miraba hacia el suelo con las pupilas congeladas, como si un muñeco de cera estuviera decorando la sala. 

    Mi madre también estaba ahí, pero no me había percatado de ello hasta que habló.

    —Va a quedarse con nosotros esta noche. Su mamá no está en casa y no quiere quedarse sola —dijo.

    No respondí. Tan solo permanecí mirando a un punto fijo, sin intención de comunicarme con alguien. Los tres nos mantuvimos en silencio por un buen rato, como si nos hubiéramos suspendido en los confines del tiempo. 

    Cayó la noche y la tormenta empeoró. Truenos en la lejanía y relámpagos cegantes se unieron a la fiesta. Las nubes negras devoraron el cielo, sumiéndonos en una oscuridad que auguraba ser eterna. 

    Cenamos a la luz de las velas. De vez en cuando alzaba la vista hacia Dedos, quien permanecía inmutable desde que había llegado. A veces la nostalgia me invadía, queriendo rememorar los momentos de normalidad que había tenido con ella, pero en esos mismos instantes volvía a sentir su uña desgarrando mi cerebro. Me decía que era mejor así. No teníamos nada para hablar, y, pese a que el silencio cargaba en nuestras espaldas como una piedra monumental, nadie buscó romper el hechizo. 

    Antes de irnos a acostar, pensé en decirle a mi mamá que quería dormir junto a ella, para luego rechazar el miedo al poco rato. Tenía que hacerme hombre. Toda mi vida me lo habían inculcado. No hay que llorar, hay que luchar, y desterrar la cobardía. La mentira se disolvió momentos después que mi cabeza chocara contra la almohada. 

    Dedos se acostó en un colchón extra que teníamos en la casa, en el otro extremo del cuarto. Su ropa seguía húmeda por el torrente de lluvia que había caído sobre ella en el trayecto hasta nuestra casa. Mamá le insistió en que se cambiara las prendas, que yo podía prestarle algún pijama viejo. Me horrorizó la idea, y agradecí con devoción interna cuando negó con la cabeza la propuesta. Ahora, algunas gotas espesas y marrones chorreaban lentamente desde las sábanas que la envolvían. 

    Mamá nos dejó dos velas encendidas en la pieza. Una cerca mío y la otra próxima a Dedos. Se despidió y nos abandonó a nuestra suerte. Afuera, la tormenta había amainado. Los truenos y relámpagos dijeron adiós. Todo era calma. Mientras iba cayendo en un sueño pesado, y a su vez intranquilo, mantuve mi atención en la intrusa, preparado para salir corriendo si comenzaba a acercarse. Nada sucedió y me perdí en la noche. 

    Una luz me invitó a regresar. Abrí un poco los ojos ante ese breve resplandor, para terminar llevando mis párpados hasta el interior de mi cráneo. El estruendo del trueno me devolvió finalmente al terreno de los vivos. Sentí el aire caliente que brotaba de mi boca, la rasposidad de mi garganta, los latidos de mi cabeza ante la desesperación. La habitación había cambiado después de dormirme. Si bien estábamos bajo el manto de una negrura dominante, las velas, y la poca luz reflejada del cielo tormentoso y anaranjado permitían delimitar las dimensiones del lugar. Ahora, la oscuridad era total. El fuego se había apagado, al igual que el exterior. Si la nada existe en algún rincón del Universo, estoy seguro que se formó ahí mismo aquella noche. 

    Lo peor se alejaba del hecho de no poder ver lo que tenía al lado, sino en comprender que Dedos estaba cerca, mirándome. Podía sentirla. Su aura eléctrica y punzante. La misma iba acompañada de un ruido extraño. Dientes escarbando en algo gomoso y goteante, para luego arrancarlo de cuajo. 

    —¿Dedos?... —pregunté. 

    Silencio. El ruido se detuvo, pero la esencia permanecía. El gruñido comenzó a sonar a los pocos segundos. El mismo que había producido su madre tiempo atrás. Feral, carnívoro. Ese fue el momento en el que realmente comprendí que el miedo paraliza. Se vuelve amo de nuestro cuerpo y disfruta con el sufrimiento engendrado. Me mantuve inamovible por varios segundos eternos, hasta que otro relámpago encendió la noche, mostrándome aquello que acechaba en las tinieblas.

    Ahí estaba ella. Mi antigua amiga. La extraña persona que había cambiado mi vida, devorando el único dedo que le quedaba en ambas manos. La izquierda era un simple muñón sangrante, con cinco aberturas de carne. La derecha estaba próxima a su boca, casi idéntica a la otra, exceptuada por el dedo índice que se había vuelto prisionero de sus dientes. Mascaba con avidez. Hambrienta. Ambos ojos se habían convertido en una cascada turbia de lágrimas; rojos casi en su totalidad, escondiendo una extraña felicidad reprimida por años. Sonreía ante su liberación de los carceleros raquíticos.

    Momentos antes que la luz blanca y azulada del exterior se extinguiera, un último fragmento de todo ese horror tuvo lugar, marcándose a fuego en mi existencia. Con un rápido movimiento de cabeza, y la fuerza de sus incisivos, extirpó el último dedo, partiendo la articulación del mismo como si se tratara del hueso favorito de un perro al ser devorado. 

    Entonces grité, para luego no recordar. 

    Cuando desperté, la tormenta se había disipado. Sudando, envuelto entre las sábanas, imploré por mi mamá. Creía que Dedos seguía ahí, terminando su cena de medianoche, preparada para convertirme en postre. Pero la luz del sol me dijo lo contrario. Estaba solo en mi cuarto. Afuera ya no había lluvia, ni nubes, todo era claro y hermoso. La materialidad del día anterior se había convertido en una simple pesadilla nocturna. 

    Mamá llegó rápidamente. Atravesó la habitación, deslizándose, como un ángel de la guarda. Pese a las desconexiones y barreras afectivas, ella siempre estaba presente. Eso es lo único que tuve al crecer. 

    Me abrazó e intentó calmarme. Rompí en llanto al sentir su tierno y cálido aliento sobre mi rostro. Le pedía por favor que Dedos se fuera, que no quería verla nunca más en mi vida.

    —No lo va a hacer, mi amor —dijo. 

    Entonces, me dio su explicación de porqué el terror había terminado. Después de escuchar los gritos, provenientes de mi habitación, corrió para ver qué estaba pasando. Cuando llegó, yo ya me había desmayado, mientras que Dedos se encontraba “muy herida”. Nunca entró en lujo de detalles durante el monólogo. Me estaba protegiendo, y quizás, eso es lo que me permitió seguir adelante. Luego, la llevó al baño para intentar curarla. Permaneció toda la noche junto a ella en la sala, esperando a que la negrura desapareciera. Cuando se hizo de día el agua comenzó a bajar, y con ella vino la madre de Dedos. Y ahí se terminaba la historia. 

    Siempre me quedó esa incógnita. Qué fue lo que vivió mi madre durante aquellas largas horas. El terror de verse muerta junto a su hijo, ahogados por el agua turbia y negra del exterior —que había ingresado al dulce hogar, con el único objetivo de matar—, y a su vez, compartir la misma desesperación con alguien que era capaz de arrancarse los dedos con sus dientes. 

    Tampoco entró en detalles sobre qué le dijo a la mamá de Dedos. Cómo le explicó lo que había pasado. Unos días después del suceso se lo pregunté. Ni bien terminé el interrogante, presencié cómo su piel se teñía de blanco, a medida que su cuerpo temblaba. Parecía estar recordando algo horrible. Una experiencia que se busca erradicar, pero sigue viva cuando cerramos los ojos. Ni siquiera me contestó; hizo oídos sordos, llevándose el secreto a la tumba. 

    Dedos se mudó a los pocos días junto a su madre. Simplemente desaparecieron. Ningún camión de mudanza a la vista, solo un cartel que ponía la casa en venta. Quizás se marcharon en medio de la noche, sin nada más que unos bolsos con ropa. Imaginé el lugar como siempre, con todos sus muebles, cuadros, electrodomésticos; paralizados, juntando polvo en la eternidad hasta desvanecerse. 

    Mis compañeros de escuela vivían preguntando por lo sucedido durante la noche de la inundación. Yo me mostraba reacio, brindando escasa información. La duda más recurrente pertenecía al paradero de los dedos de mi amiga. Según se rumoreaba, la internaron en una institución mental, donde le habían hecho exámenes con el fin de verificar si dentro de su estómago se hallaban sus antiguos miembros corporales, para finalmente comprobar que no era así. Los dedos habían sobrevivido a la masacre. 

    No pude evitar la inquietud. Cada vez que miraba el piso de mi habitación, veía las manchas de sangre —pese a que mi madre había limpiado el desastre, yo sabía que seguían ahí—, y si la sangre cayó, y los dedos no habían sido ingeridos, ¿dónde se estaban escondiendo? 

    Gran parte de mi infancia se vio poblada por terrores nocturnos. Sufría horribles pesadillas todos los días. Siempre en el mismo escenario, y con los mismos actores. Las figuras alargadas me visitaban de noche, ingresando en mi cuarto, chasqueando en la oscuridad, hasta invadir mi cuerpo.

    Pude superarlo al llegar a la adolescencia. Así como Dedos se había marchado físicamente de mi vida, su imagen se derritió, hasta evaporarse en mi mente, huyendo en las tinieblas de los sueños. 

    La vida continuó con una sensación de alivio. Todo se transformó en un recuerdo que nunca existió. 

    Probablemente se estén preguntando el por qué de mi relato. 

    ¿Cuál es su verdadero objetivo? 

    Varios psicólogos y psiquiatras me recomendaron hacerlo. Purgar mis miedos, por fin y para siempre, al convertirlos en palabras escritas. Y sí, dije que ya no recordaba a Dedos, pero eso cambió al menos hasta hace unos meses. 

    Me encontraba cocinando. Preparaba una cena romántica para mí. Un detalle que endulzara mi soledad. Mientras sostenía el cuchillo, noté algo. Mis dedos parecían haber crecido. Llegaban a ocupar la hoja de metal filoso por completo; se adueñaron del mismo como si fueran a usarlo en mi contra. No podía discernir si todo era producto de mi imaginación. Cuando perdemos el control total de nuestros pensamientos y el alma se escapa —de la misma forma que un estornudo febril—, ¿cómo distinguimos la cordura de la locura? 

    Casi al mismo tiempo de la revelación, los dedos comenzaron a temblar, intentando decirme algo. Permanecí congelado, observando la transformación, hasta que logré descifrar su mensaje: venían por mí. 

    Me di cuenta que Dedos nunca fue un ser vil, sino una infante, al igual que yo. Dos niños que se vieron envueltos por una niebla opresiva. Dos almas puras que se ennegrecieron. Dos víctimas sin esperanza, cuyos inevitables destinos estuvieron marcados desde el inicio. 

    Por más que estemos convencidos de haberlo olvidado, el pasado es un remordimiento que siempre regresa.

    Temo que por la noche ellos me destierren del mundo. Ahorcándome, quebrando mi tráquea, para así dar fin a lo que empezó años atrás.

    Porque los monstruos existen, y siempre están un escalón arriba nuestro.


    Juan Ignacio Villano

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