Cuando se me cae el cuerpo

Cuando se me cae el cuerpo,

no es de cansancio,

es de vos.

De tu forma de mirarme cuando creías que no miraba,

de tus manos flojas al sostener mi nombre,

como si ya supieras

que no ibas a quedarte.

Te dije que no soy bueno.

Que tengo grietas en lugares

donde debería haber ternura.

Que beso como quien pide disculpas,

y acaricio como quien borra.

Pero vos venías con esperanza en los hombros,

y me hacías café con la cucharita de porcelana,

la misma que usaba mamá para revolver la leche

antes de irse para siempre.

Vos también te ibas,

aunque todavía estabas ahí.

Yo intenté.

Dios sabe cuánto intenté.

Cosí mis costillas con hilos de tus palabras,

levanté altares con tus silencios,

me arrodillé frente al amor

como una virgen triste,

rezando para que esta vez

no me doliera tanto.

Pero las cosas se rompen,

y no siempre hacen ruido.

Te fuiste una mañana sin cerrar la puerta,

como si no quisieras espantar al dolor.

Como si supieras

que igual se iba a quedar.

Y yo volví a mi casa,

mi cueva de paredes tibias y plantas muertas,

con la risa escondida

en el fondo del cajón de los manteles,

con una voz en la garganta que no era la mía,

sino la tuya,

diciéndome que quizás

no estaba tan roto,

que quizás podía salvarme.

Pero no era verdad.

Mentí.

Me mentí.

Dije que me gusta así,

solo,

con el colchón frío del lado izquierdo,

con la radio prendida para no oírme pensar,

con el teléfono mudo,

como un perro muerto.

Y no era amor,

era el miedo.

El miedo a quedarme,

a quedarte.

El miedo a que me vieras llorar

como llora un niño que perdió su sombra.

Hay un momento —sabés—

en que uno entiende

que no se puede vivir toda la vida

con el alma de puntillas.

Que amar también es soltar.

Que el amor no siempre alcanza.

Y que a veces,

a veces de verdad,

dejar ir

es la forma más feroz

de quedarse.