No es que me escondo. Es que me preservo.
Hay días en que el mundo me queda grande.
Las voces, las demandas, los saludos vacíos, todos eso que parece llenar, me vacía.
Y entonces me corro, me retiro.
No por cobardía, sino por fidelidad.
No me interesa pertencer a cualquier mesa.
No quiero fingir interés en vidas que no me tocan, en conversaciones que no me nutren, en vínculos que no me sienten.
La soledad no es un castigo para mí. Es ritual. Es el silencio donde mi alma habla más claro.
Es donde mi intuición se pone de pie, se sienta a mi lado y me susurra lo que ya sabía.
Ahí dentro, cuando todo se apaga, yo enciendo. Ahí florezco.
Y florecer no siempre es luminoso: a veces duele, a veces implica romper, caer, perder forma, derramarse entera para poder renacer.
Me doy permiso para ser lo que soy antes de ser lo que otros esperan que sea.
Me quito la obligación de gustar, de responder, de agradar.
Porque aprendí que mi energía es sagrada y no la ofrezco a cualquier altar.
Y si alguna vez parezco distante, rara...no es desinterés. Es cuidado.
Es protección del fuego que me habita.
Es que estoy sosteniéndome, sanándome, gestándome.
Porque no vine a cumplir expectativas, vine a manifestarme.
A ser raíz, hoja y vuelo.
A crear desde lo más íntimo, a amar sin disimulo, a escribir con el cuerpo entero.
Y si el mundo no puede sostener mi sensibilidad, yo sí.
Y eso ya no me da culpa, me da raíz.
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