El bulevar estaba bastante tranquilo, excepto por el delivery que agarró un bache y frenó contra el baúl de una camioneta. Exactamente cuando él pisó la vereda. Ni un segundo antes, ni un segundo después. Claro, la maldición.
Suspiro mediante, prendió un pucho y encaró hacia su izquierda, en dirección al parque. Llegó a la esquina de Martinez Castro y tuvo que ayudar a una pobre abuela. La bolsa de las compras dijo basta y las naranjas rodaban por la vereda. Unos breves instantes y unos largos “Gracias, hijito” después, cruzó la calle. Pensaba en la maldición.
Nunca le había ido mal del todo, pero tampoco le había ido bien. Era un extraño caso de no tener ningún tipo de suerte. Jamás le había tocado una desgracia (un accidente, una enfermedad grave), pero al mismo tiempo nunca nada le terminó de salir bien. ¿Qué quiero decir? Bueno, piense que nuestro amigo tiene el potencial, la capacidad y la voluntad; pero convive con el perpetuo rechazo del universo. Por empezar en algún lado el desempleo le pesa. Su último trabajo le duró dos meses y lo echaron sin decirle más. La novia lo dejó. Él entiende por qué, pero no lo hace menos doloroso, como usted podrá imaginar. Su psicóloga le plantea caminos que él no puede entender. Y encima le tiene que pagar. En este estado de cosas fue que decidió sentarse en el parque un rato, para ordenar sus pensamientos.
Iba caminando, cuesta arriba en todo sentido, con el corazón marchito. Nadie tiene buena suerte todo el tiempo y nadie tiene mala suerte todo el tiempo. Pero la no-suerte, la monotonía absoluta de su vida, lo había llevado a lugares oscuros. Se sentía indigno, insuficiente. Siempre cinco para el peso. Tenía sentido que la novia lo dejara. ¿Quién podría amarlo? ¿Por qué alguien debería amarlo? El no podía ofrecer nada salvo lo que él mismo era,y él se sentía como una promesa. Una esperanza eterna que nunca se cumplió ni se iba a cumplir.
Llegó al final del bulevar y dobló a la derecha en Lacarra, hacia el parque. El sol brillaba en el cielo y soplaba una brisa perfecta. Más adelante un niño se cayó de su bicicleta y empezó a llorar como chancho en el matadero. Lo ignoró y siguió caminando hasta su banco predilecto, cerca de la caseta abandonada. Se sentó y vio pasar los vehículos por la calle, puntualmente los colectivos y camiones. Que sencillo sería cerrar los ojos y dejar que una de esas bestias motorizadas resolviera sus problemas. Pensó en su madre llorando sobre un cajón cerrado, pero sin darse cuenta se había levantado y caminaba hacia la calle, como en un sueño.
De pronto sintió un grito ahogado y un impacto contra su lado derecho, una chica que corría en el parque le había dado de lleno. A continuación sintió dolor en su lado izquierdo, porque el le dió de lleno al piso.
Se ayudaron a levantarse entre sí mirándose con desconcierto. Pasaron las disculpas del caso y se sentaron juntos en el borde del parque. Ninguno de los dos entendía porque se estaban sentando juntos y no insultándose entre sí. Simplemente lo hicieron con los ojos clavados el uno en el otro.
Entonces hablaron. Y siguieron hablando mientras el sol caía detrás de los edificios. El sintió que le seguía brillando en el pecho. Ella pensó que era la primera vez que veía el atardecer mientras pasaban dos horas, o tres. Nadie lo podría decir a ciencia cierta.
Se vieron y se encontraron en ese instante en el tiempo, y se llenaron de deseo de convertir ese instante en eterno. A veces pasan esas cosas.
Intercambiaron contactos y se despidieron con un abrazo y soñando cada uno en un mañana nuevo. Ambos sonrieron y se miraron y compartieron una última sonrisa ilusionada.
Sonrisa que duró hasta el preciso momento en que ella bajó a la calle sin ver y la atropelló el 182 que venía a fondo por Lacarra.
Una verdadera pena, era una tarde hermosa.
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