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    Pensar es saltar

    Conrado

    Abr 10, 2025

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    Pensar es saltar
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    El mejor pensamiento es el compartido. Recuerdo nítidamente las reuniones de supervisión junto a mi director de tesis hace algunos años, encuentros en los que hacíamos de todo menos hablar de la tesis, horas y horas preocupados por no enfocarnos en absoluto en la tesis, desperdiciando el tiempo por un lado -el tiempo operativo, burocrático-, pero ganándolo por otro. Un día reímos mucho, muchísimo, y al final caímos en la cuenta de que habíamos estado hablando pelotudeces desde el primer minuto. Charlamos también sobre eso, porque dos practicantes del psicoanálisis solamente buscan una cosa: charlar, hablar, usar la palabra, encontrar la palabra, acercarse al menos un poco al decir, al “bien-decir”. Él, tranquilo y calmo, me dijo: “estamos jugando con el pensamiento. Estamos pensando juntos”. Creo, hoy, que fue una declaración de amistad. Quizás me remontó a mis primeros años, a esas largas y naranjas tardes jugando con mi vecinito en lo ancho del patio de su casa, tirándole un palo lejos a su perro y huyendo despavoridos al interior de su hogar porque el labrador salvaje volvía loco y tonto, muy loco y muy tonto; entonces ahí comprendí que con mi director de tesis estábamos compartiendo el mismo sentimiento, estábamos corriendo juntos, riendo juntos, huyendo juntos de algo muy loco y muy tonto que volvía (un lacaniano dirá “de un real”), y todo eso lo hacíamos a partir del pensamiento, a partir del pensar juntos. Sus palabras fueron una declaración de amor, fueron palabras que solo se dicen los amigos. A partir de ese día no pude llamarlo nunca más “mi director de tesis”. Pasó a ser mi amigo. Mi amigo con el que pienso.

    Correr. El pensamiento es correr. Es correr de algo muy loco y muy tonto, y también es correr algo de lugar. Sacarlo de un lugar y ponerlo en otro. El pensamiento es movimiento, o al menos va a la par del movimiento. De cualquier movimiento, pero sobre todo de uno: de aquel que nos corre a nosotros mismos de nosotros mismos. 

    Barthes decía “estar con quien se ama y pensar en otra cosa”. El pensamiento adviene, emerge por añadidura, aparece por conexión con otra cosa, quizás con las palabras del otro, con el cuerpo del otro, con su presencia. El pensamiento ocurre, brota como resultado de algo que se dio en segundo plano mientras uno está con quien se ama, o haciendo lo que ama; y ahí es cuando de repente se abre un espacio, un espacio mental, psíquico (no por eso desalineado y lejos del cuerpo), algo se des-cubre, y eso da lugar a la ocurrencia, al chiste, al pensamiento guiado por el humor, por la gracia de una nueva idea que necesariamente se conecta con otra idea, hace cadena, mueve y conmueve, sacude, lleva, corre, nos hace correr hacia el otro: para contarle, para escribirlo, para pensarlo mejor, para ponerle las mejores palabras posibles, para quitarle las palabras que sobran… Para compartirlo. Un pensamiento que no sale de uno mismo gira en espiral hacia adentro, y no para nunca de girar y de enroscarse sobre-sí. Nosotros giramos junto a él y nos metemos cada vez más en los interiores. En ese instante somos objetos del pensamiento, que nos enferma: es el pensamiento mortífero, autista, aislado. Es lo que Lacan denomina el goce del idiota, un goce masturbatorio, oscuro, que aleja y aísla más que acercar. Pero pensar es estar con quien se ama, concentrado en lo que uno ama. Es estar pensando en otra cosa.

    Marcelo Percia comenta en Twitter que una cosa es tener pensamientos y otra muy diferente es pensar. Pensar, para él, es “atravesar momentos de pasmo e indecisión, entraña un tembladeral, un peligro, un salto al vacío”. Tener pensamientos es estar invadidos, es ser objetos de los pensamientos que en realidad nos tienen a nosotros. Pensé tanto una cosa que ahora la cosa me piensa a mí. Nada nos asegura más una posición de pasividad y rigidez que tener pensamientos, que ser objetos de los pensamientos. Como un resultado directo de nuestra sujeción al lenguaje, de nuestro ser hablados constantemente por el lenguaje del cual somos objetos, el pensamiento está presente siempre porque siempre está el lenguaje, hay significantes que ronronean, dan vueltas todo el tiempo, no frenan ni siquiera dormidos, dopados, drogados, borrachos. En ese punto somos víctima de un verdugo omnipotente que al mismo tiempo es quien nos da la capacidad de vivir, de amar, de estar junto a los otros. Tener pensamientos es la marca imborrable del soplido del significante que no se inscribe, que queda suelto e inconexo, girando, girando, girando. Pero para todo este desasosiego hay una cura efectiva, que sin embargo requiere de mucha valentía y de mucho rigor: ponerse a pensar. Saltar al vacío, al vacío que significa salir de nuestro propio regodeo obsesivo y rumiante para atravesarlo y ver qué hay más allá, qué pregunta o que espacio hueco hay más allá del narcisismo y de los pensamientos, de esos pequeños tumores que aparecen justamente para evitar que pensemos en serio, que nos pongamos a pensar. Salir de ese laberinto siempre es en vías de dirigirse hacia la superficie del otro. Cuando el otro escucha nuestros pensamientos por fuera de los prejuicios y de los ideales, el pensamiento se abre, habla y escucha, traza otros caminos, descubre zonas mansas para que emerjan los interrogantes necesarios: aquellos que le ponen el freno a los pensamientos que se-tienen y nos-tienen (nos de-tienen), y posibilitan el acto del pensar, de ponerse a pensar sobre lo que realmente está en juego, lo verdaderamente importante, lo que efectivamente vale la pena. No la pena del rumiante obsesivo. La pena del deseo, del riesgo, del salto al vacío.  

    Conrado

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