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    Mamá Inés

    Feb 22, 2024

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    Mamá Inés
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    Mamá inés

     

     

    Mamá Inés. Así, con ese sonoro nombre que recuerda la famosa canción de Eliseo Grenet[1], ha sido nombrado el pequeño establecimiento que María heredó de su madre, Inés María, hace veinte años, y que esta fundó en 1956. Mucho ha llovido desde entonces. Nuevos clientes han ganado y otros han perdido, algunos de ellos, últimamente, por culpa del coronavirus. Es una panadería de barrio que está situada frente a nuestro apartamento, por la parte de atrás, en la zona más popular. Esa que queda divida por una calle con nombre de un militar de otra época. En estos tiempos, María se defiende como puede junto a sus dos hijos, que siguen como ella, la tradición familiar. En un par de ocasiones hemos comprado unos pasteles y dulces para alguna fiesta, pero no puedo decir que somos unos clientes habituales del lugar. Con la llegada de este virus de proporciones enormes, para el que no estábamos preparados, mi marido, mientras pasea a nuestros perros, recala allí casi a diario. Aprovecha las mañaneras salidas para visitar a esa mujer de amplia sonrisa y siempre dispuesta a alegrar la mañana con un buen pan. De sus manos salen unos panes y unos hojaldres maravillosos: pan de cristal, pan gallego, pastelería francesa y croissants rellenos de vegetales y jamón. Yo, que padezco de uno de los más preciados pecados capitales, la gula, he descubierto un mundo nuevo y diverso con esa señora que fue abandonada por su marido hace ocho años y se llevó los ahorros, el amor que le tenía y su orgullo. Pero supo reponerse, consiguió sacar a sus dos hijos adelante y ahora está nuevamente en medio de esta situación caótica que compartimos todos, algunos más que otros. Ella, desde luego, no tenía una segunda residencia a donde escapar (no como algunos que se han ido a Marbella hasta que pase toda esta crisis) y aunque la hubiese tenido, no se lo habría podido permitir. Si quiere pagar las facturas, tiene que abrir la panadería a diario.

    María se levanta a diario a las cuatro de la madrugada para hacer el pan y limpiar concienzudamente su negocio que abre antes de las siete de la mañana en una ciudad confinada y desolada. Mi marido baja a los perros alrededor de las ocho y, en una de sus visitas en búsqueda de pan, vio como María recibía de manos de una vecina un par de mascarillas para que pudiese seguir abriendo su negocio.

    María casi rompió a llorar y empezó a hablar de la maravillosa solidaridad del barrio, de cómo sus clientes habituales la estaban ayudando, pues era casi imposible encontrar mascarillas en Madrid en aquellos primeros días. Nosotros teníamos en casa —de casualidad— dos cajas enteras de mascarillas desde antes de la crisis. Mascarillas que hoy, en estos tiempos raros, son tan preciadas como el oro, o mejor aún, como el papel higiénico, que una semana antes de la crisis había desaparecido de las estanterías de los supermercados de casi toda España. Mi marido bajó una caja en su siguiente paseo matutino y se la entregó a María, que la necesitaba mucho más que nosotros. A ella, agradecidísima, le faltó poco para colgársele del cuello, sin embargo, ambos se dieron cuenta inmediatamente del tamaño error que se podría cometer. El distanciamiento social es, en estos días, un arma imprescindible para combatir la pandemia. Al regreso de su paseo, mi marido se apareció en casa con nuestros dos perros, dos barras de pan caliente, un estuche de croissants y chucherías varias. Le eché la bronca por muchísimas razones: primero, porque acabaremos el encierro, peligrosamente, con sobrepeso y, sobre todo, porque tenía que haberle dejado claro a María que no hacía falta dar nada a cambio por un gesto de solidaridad. Son sin duda esos pequeños gestos los que nos recuerdan que seguimos siendo humanos racionales. Es lo que nos define por encima de otras especies. Aunque hoy parezca que todo el mundo a nuestro alrededor se desmonta, se destruye y/o se difumina, es la solidaridad, el saber ponerse en la piel del otro, lo que nos muestra que somos humanos y que aún queda un pequeño atisbo de esperanza.

    Después de tantos días de encierro, seguimos comprando el pan en la misma panadería. Cada día mí marido descubre una nueva faceta de María o una anécdota diferente de su pasado, o simplemente su versión divertida y muchas veces no carente de fundamento de los hechos políticos que acontecen.

    A ella le encanta conversar mientras ejerce su oficio. Es de esas personas muy dicharacheras y joviales que te cuentan una infinidad de cosas en tan solo un minuto con una sabiduría pasmosa. Con el paso de los días ha surgido una empatía muy agradable. No se puede hablar de amistad, pero si de una cara honesta y sencilla que te sonríe cada mañana para dar, en estos momentos inciertos, un poco de alegría y naturalidad a nuestros días.



    [1] Eliseo Grenet Sánchez fue un pianista compositor y arreglista cubano. Compuso música para revistas musicales y películas. Asimismo, es autor de famosas piezas de música bailable  cubana.

    Yom Hernández

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