Salir a caminar. Conmigo mismo. Anhelar, levemente, a cada paso ir despegándome de mis fantasmas, de mis temores, de mis ilusiones. Salir a caminar conmigo-mismo para desprenderme de-mí. Para pasar el mareo.
La ciudad aparece todas las veces de frente, al desnudo. Yo la recibo con todas las mantas pesadas que cargo sobre mí y sobre las cosas. Quiero enfrentarme a ella de la misma manera que ella se presenta: despojado de-mí.
Camino por las calles de la ciudad, un poco perdido, no conozco las direcciones, los barrios, las plazas, las zonas peligrosas o medianamente peligrosas. Tampoco quiero hacerlo. Estar en una ciudad extraña puede ser temeroso y angustiante, pero pienso: no solo la ciudad es extraña para mí, yo también soy un extraño para ella. Es un movimiento de dos direcciones, pero al final es siempre el mismo.
Ser un extraño para la ciudad me convierte automáticamente en alguien extraño para-mí-mismo. La ciudad mira dentro de uno, o más bien, uno empieza a mirar(se) con los ojos de la ciudad.
Quiero sostenerme en ambas cosas: dejar mirar a la ciudad en mí, y al mismo tiempo mirar yo en ella con mis ojos extraños. Es siempre un solo movimiento, me repito.
Una ciudad habla en una lengua distinta. Uno le habla a la ciudad en una lengua distinta.
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