Firme como un alfil veo a personas con los mismos tintes hegemónicos bajar de sus lujosos autos como salidos de una revista, los acompañó entre las mesas a sus asientos, muchos eligen las plazas que se ubican en los exteriores, aún más, las tardes de los sábados. No recuerdo los ojos de nadie por qué suelen ocultarse detrás de hermosas gafas despejadas que reflejan desde lo bajo un servidor que ante su presencia debe estar impecable, pulcro, perfecto, como si de una brillante máquina se tratara, siempre a la orden.
De sus bocas con perfecta ortodoncia o postizos labios, escupen su mandato, envuelto como los sweaters que tapan sus hombros y ahorcan sus cuellos un falso decoro. En esa artificial capa llevan bordados distintos animales, cocodrilos, caballos o pingüinos, cómo si fuese la pared de un deconstruido cazador, mientras escribo la comanda, no puedo evitar pensar a quien sacrificaron para poder llevarlos como distintivos. A veces es fácil juzgar desde mi posición, basta con saber que meten en su cuerpo, quien ordena la comida, en qué lugares se sientan en la mesa o como tratan al camarero.
Es en el único momento en el que espero equivocarme, y apuesto por la sorpresa.
Pero los comensales tienen hambre, y lidiar con personas adineradas con estómagos vacíos puede ser semejante a un patrón enojado con bolsillos casi llenos.
Como si fuese un tablero de ajedrez, los camareros nos desplazamos, en todos los sentidos e ingresamos en la cocina por una puerta vaivén, en ese momento nos adentramos en el corazón, donde la adrenalina y las pulsaciones van a mil por hora, un lugar hostil, un lugar donde se exige con respeto, donde los códigos vienen desde casa, es donde se aprende realmente a trabajar bajo presión. Las personalidades dentro de la cocina son diversas, la gestión de las emociones son claves cuando se tiene cuchillos en las manos.
Cuando esto se cumple, te entregan tus platos en tiempo y forma, listos para salir como malabarista en velocidad, con ojos en la espalda cuidando la integridad de sobre todo de los comensales, los compañeros saben cuidarse solos.
Al vernos llegar con su comida es cuando el cliente se sosiega, y por más solvente que parezca, su seño afloja eliminando algunas arrugas de sus caras, para así poder devorar.
Al momento de levantar los restos de la mesa, es otra oportunidad para poder juzgar, existen varios tipos de personas, pero siempre destacó a quienes te alcanzas sus cubiertos usados para que no tengas que estirarte hasta la otra punta de su mesa, o a quienes apilan los platos, como si estuvieran en su casa, es un simple gesto de que esa persona creció en un buen hogar. Y por otro lado, están quienes se muestran pulcros pero comen como puercos, el caso contrario, quienes seguramente tienen en sus vidas, quien le limpien su chiquero, o solamente son personas desconsideradas, quienes creen que como una fórmula matemática al pagar por un servicio se anula el factor galantería, sin calcular el incremento ególatra.
Al marchar las sobras a la cocina, luego de varias horas de trabajo o diez mil pasos realizados, los camareros se toman un momento para separar los trozos de carne que están en buen estado y no fueron tocados por aquellos comensales, y los ponen entre panes, aunque las porciones no sean muy grandes, las cortan y las comparte con el resto de sus pares, y ahí es cuando la sorpresa que esperaba llega en forma de un trozo de carne.
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