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    La inspiración Café-Bar

    Alan

    Aug 28, 2024

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    La inspiración Café-Bar
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    La inspiración, Café-Bar

    Sentarse frente a una hoja en blanco a esperar que llegue la inspiración es tan improbable como que llueva en una jornada soleada, pero tampoco es necesario asaltar un banco o arrojarse en paracaídas desde una avioneta para escribir historias; solo hace falta observar y escuchar. ¿Qué es la inspiración entonces? Para mí es un buen nombre para un Café-Bar tradicional como este. Algún día abriré mi propio local gastronómico y lo nombraré así; por ahora mi trabajo es tomar órdenes y asegurarme de que los comensales se sientan a gusto.

    Escuchar historias es la mejor propina que recibo a diario.

    Primera parte.

    “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado” J. L. Borges

    Las lluvias repentinas traen clientes no habituales que normalmente no cruzarían la puerta más que para utilizar el baño. La lluvia obliga a la gente a tomar asiento, respirar profundo y esperar, y una taza de café caliente es capaz de desinhibir hasta al ser humano más reservado y solitario. Si se pronuncian las palabras justas en el momento justo, la pócima resulta infalible.

    1.

    —Qué día…

    —De mierda, sí… Justo viene a llover hoy —rezongó el cliente.

    —¿Tenía planes importantes, señor?

    Este arqueó las cejas y masticó las palabras como a un chicle recién abierto, hasta lograr asentarlas en su boca. Aguardé su respuesta en silencio mientras repasaba el mostrador.

    En mi libreta, seguido de los pedidos, anoto algunas de las características de los clientes como ayuda memoria: café negro, dos medialunas, hombre robusto, canoso, cicatriz en la frente, nariz ancha, traje negro, corbata gris. Lo más importante es no forzarlos a contar nada ni interferir o dar una opinión sobre el problema que pueden llegar a manifestar; ser discreto como un espejo.

    —Estaba decidido –murmuró el hombre haciendo un gesto de negación con la cabeza-. No sé, me desperté con la urgencia y el estupor de quien va a llegar tarde al trabajo por quedarse dormido. Finalmente iba a llevarle flores al cementerio, pero la lluvia y el tránsito pesado me acobardaron; vi el escaparate del local y un espacio disponible para estacionar, y acá estoy. ¿Me puede servir otro café negro?

    —Sí, enseguida.

    —Nunca pude ir a visitar a mamá al geriátrico –continuó-; no quería verla así, tan deteriorada, ¿me entiende? Tampoco tuve el valor de asistir al velorio ni al entierro. Creo que fue una forma de negar su partida y funcionó durante un tiempo, pero esta última semana no pude pensar más que en esa despedida que sigo postergando a mi antojo. Escucho su voz llamándome desde algún lugar y la ignoro.

    —¿Hace cuánto que su madre abandonó este mundo?

    —Hoy se están cumpliendo veinticinco años.

    2.

    Hizo señas de que quería un cortado mientras secaba los lentes con una servilleta; era muy delgado y alto, pelón, y llevaba un manojo de llaves colgando de su cinto.

    -¿No le parece raro que la gente siga usando llaves para entrar a su hogar? -comenté mientras repasaba su mesa.

    -¿Por qué lo dice? -preguntó, asombrado, y señalé el manojo tintineante.

    -Ah, sí, solo necesito una para entrar a mi casa pero las utilizo de lastre los días ventosos para no salir volando -bromeó, y luego me platicó sobre su antiguo trabajo como empleado municipal:

    Mi trabajo parecía fácil porque no demandaba demasiado esfuerzo físico ni mental, pero sí mucha responsabilidad y disponibilidad a tiempo completo. Me llamaban El Portero porque tenía a mi cuidado una copia de cada llave de la ciudad; eran más de veinte mil, veinte mil siete para ser exacto, distribuidas a lo largo y a lo ancho de las cuatro paredes del dormitorio de huéspedes, y separadas en grupos correspondientes a los distintos edificios municipales, incluyendo las del hogar del Mandatario. Cada una tenía un llavero rotulado para poder diferenciarlas. Consciente de la responsabilidad que cargaba sobre los hombros, hice tapiar la ventana de la habitación que daba al exterior e instalé un sistema de alarma; la única forma de ingresar era por una puerta en el interior de la casa que mantenía bajo llave y que yo mismo me limitaba a cruzar para ventilar y extraer el polvillo y las telarañas. Solo unos pocos empleados de cada edificio estaban autorizados para solicitar llaves y, a excepción del jefe comunal, nadie podía retirarlas de mi casa.

    Durante los años que estuve en el cargo, fueron muy pocas las veces que debí atender la urgencia de algún distraído que, por ejemplo, había olvidado un archivo o plano importante que debía entregar sin falta a primera hora de la mañana. Cuando esto ocurría, era obligatorio registrarlo con fecha y hora en un libro de actas y exigir la firma del solicitante, a quien acompañaba para asegurarme la devolución de las llaves prestadas.

    Entre todas las que había examinado con atención, solo una difería del resto; esta no era de aluminio, sino de bronce y tenía dos alas de ángel en el brazo y una cruz en la empuñadura. Lo más llamativo era que no contaba con una descripción y no me atreví a preguntar por ella cuando la recibí por temor a que comenzaran a dudar de mi fidelidad, y después de un tiempo me arrepentí de no haberlo hecho, al imaginar que en alguna ocasión alguien podía llamarme por teléfono y ordenarme algo así como: “¡Te espero con la llave-ángel donde ya sabés! ¡No demores!.” Y cortara la comunicación sin esperar mi respuesta. No, de ninguna manera podía preguntar por su utilidad después de 15 años en el cargo y quedar como un incompetente. Para remendar, de alguna manera, el error, elegí un lugar especial para ella: el hueco de uno de los tomacorrientes; aunque, tal vez, al final solo se tratara de una llave antigua del baño de un despacho en desuso. De cualquier forma, pensaba que era mejor mantenerla fuera de vista.

    Después de muchos años el intendente debió abandonar el poder al no lograr la mayoría de votos, y pasadas las 03:00 am del día posterior a las elecciones, me llamó por teléfono:

    -¡Amancio! -se presentó con su voz ronca de fumador.

    -¿Quién habla? -contesté, dormido.

    -Soy yo, Jorge Amado.

    -¡Jorge! ¿Qué pasó? ¿Cómo anda?

    -Bien, querido, escúchame una cosa, agarrá la llave con alas y un paraguas, que te estoy esperando afuera.

    Me senté en la cama y volteé el velador al intentar encenderlo para buscar los anteojos que tenía puesto; me había dormido mientras leía una novela. Me vestí con lo que tenía a mano e ingresé a la habitación sin desconectar la alarma; estaba nervioso y no podía parar de temblar. Afuera diluviaba y había salido sin paraguas. El jefe hizo guiños con las luces de los faroles de su auto para que pudiera identificarlo a la distancia; estaba ubicado a cien metros, y me acerqué corriendo a la ventanilla del conductor.

    -¡Subí! -exclamó éste frente al volante, inmerso en una nube de tabaco-. ¡Subí!

    -Disculpe, Don Jorge -dije, tiritando de frío, no creí que iba a tener que acompañarlo.

    -Por eso te dije que trajeras paraguas.

    -Perdón, me lo olvidé, pero puedo ir a buscarlo.

    -No, estoy apurado; un poco de agua no le hace mal a nadie.

    El viaje duró aproximadamente veinte minutos y el destino elegido fue el cementerio local. Estaba confundido y tenía muchas preguntas pero opté por guardar silencio.

    -¡Abrí! -ordenó Jorge que acababa de estacionar.

    -Pe-pero -balbuceé, cabizbajo.

    -¿Pero qué, Amancio? -gritó, golpeando el volante, y le expliqué que no llevaba conmigo las llaves del cementerio- ¡La llave con alas es una llave maestra, carajo! -aclaró, fastidiado por la demora-. ¡Te dije que estoy apurado!

    Abrí el portón de ingreso y volteé hacia el auto, indicándole que ya podía ingresar, y una vez adentro del predio, caminamos hacia la zona de los mausoleos.

    -¡Es ese! -ladró Amado, ensordecido por la tormenta: el mausoleo señalado era hermoso, de estilo griego; sobre la puerta se levantaba la estatua de un ángel con las alas extendidas, a punto de emprender vuelo; la lluvia y los relámpagos lo hacían ver real-¡No entres, espérame afuera!

    -Bueno –murmuré, aún pasmado por la situación, y tomé distancia para darle mayor privacidad. Al cabo de unos diez minutos, salió con una bolsa de consorcio llena de fajos de dinero, indisimulables.

    -No confío en los bancos -comentó el ex mandatario al subirse al auto, seguido de una risa nerviosa, respondiendo la pregunta que de todos modos no iba a hacerle.

    3.

    Oí un carraspeo de impaciencia. Un sujeto cuya presencia no había advertido, aguardaba ser atendido en el fondo del local.

    —Un americano —ordenó antes que pudiera ofrecerle el menú.

    —Buenas tardes —saludé de todos modos—. ¿Además del café va a querer algo más?

    —Solo el café.

    Tomé nota: café americano, bigote de comisario corrupto, sobretodo de detective de ficción, sombrero de copa de hace dos siglos, viejo amargado.

    Entregué el café procurando no alterar su tranquilidad, pero me retuvo:

    —Escúcheme.

    —Sí, dígame.

    —La fecha del diario… —el tono de su voz ya no era intimidante.

    —¿Cómo?

    —La fecha del diario, ¿es correcta?

    —Correcto, señor, es el diario de hoy —parecía confundido—. ¿Puedo ayudarlo en algo más?

    El hombre no contestó; ojeaba las páginas del diario rápidamente, como buscando algún artículo en particular.

    —Sabe —vociferó—, para empezar, imaginé que los diarios ya no existirían… y… mejor no digo más nada. Luego se puso de pie, caminó en dirección al baño de caballeros, y no regresó. Su sombrero aún permanece en el canasto de objetos perdidos.

    4.

    “Los días de lluvia no tienen nombre; los días de lluvia en realidad no son días, sino intervalos”, escribió una joven poetisa tímida en una hoja de block que me atreví a desdoblar. Que dejara el café sin terminar me hizo pensar que ella visitó este modesto bar porque quería saber cómo era sentirse escritor al menos por un momento, y se dio cuenta de que era mejor cuando solo se trataba de un juego.

    Los escritores que frecuentan este sitio procuran asegurarse de que los demás sepan que son escritores; les gustaría que alguien en la calle les diga “Discúlpeme, escritor…” pero no hay uniformes que los identifique, entonces van a las cafeterías con sus notebooks, se rascan la barba y la frente, y teclean y teclean; se miran disimuladamente sobre las pantallas y nunca se saludan porque un buen escritor es soberbio y solitario. Se olvidan de cuando escribían poemas a escondidas en papelitos un día de lluvia como el de hoy para que el alma doliera un poquito menos.

    5.

    Asomó su cabeza y me buscó con la mirada hasta encontrarme entre las mesas. Solicitó el menú con amabilidad y cerró la puerta enseguida para no molestar a los demás clientes que comenzaban a voltearse, molestos por la ventisca que ingresaba desde el exterior. Se trataba de un hombre de edad avanzada que aguardaba sentado en la vereda con un piloto largo de color amarillo tipo industrial y un paraguas negro con mango de madera.

    —Señor, pase que hay lugar adentro —le indiqué.

    —¿Cómo? —preguntó señalando uno de sus audífonos.

    —Hay lugar adentro —insistí.

    —No, muchacho, estoy bien acá, le agradezco.

    —Señor, hace frío y se está mojando.

    —Sírvame un café con edulcorante, por favor, y no se preocupe por mí.

    Al entregarle lo solicitado no pude evitar preguntarle el motivo de su aislamiento.

    —Mi nieta hizo una lista de cosas que debía hacer antes de irme al cielo —explicó—; nada extravagante, claro, y tomar café bajo la lluvia es una de ellas. Puede ser que no se haya expresado muy bien —sonrió— pero a pesar de tener solo ocho años supo ajustarse a mis posibilidades económicas y, sobre todo, físicas.

    Recreo

    Escaparate

    Dos cubrebocas pasan contra el cordón como barquitos de papel compitiendo por llegar en primer lugar a la meta. Las baldosas flojas esconden minas de agua y barro que estallan bajo los zapatos lustrados de los oficinistas. Los maniquíes del local de enfrente observan a los peatones apurados y quisieran canjear la vestimenta de moda que llevan puesta por sus almas. Las luces de unos faros secuestraron la sombra de una mujer solitaria que aguarda el colectivo en la parada. Los baúles de los automóviles están repletos de sombras de mujeres.

    Segunda parte

    Ahora les voy a hablar de algunos de los clientes recurrentes; voy a empezar por Roli, el diarero de acá al lado, quien luego de cerrar el puesto suele venir a cenar y a mirar cualquier partido de fútbol que estén transmitiendo. Una noche sentí la confianza necesaria para preguntarle sobre su vida personal:

    1.

    — Roli, ¿usted es de por acá?

    —Vivo en el puesto —contestó con seriedad y solo me limité a responder con una sonrisa discreta— desde hace veinte años… casi; parece mentira que haya pasado tanto tiempo y pensar que iba a ser algo transitorio —se explayó—. Durante la crisis del 2001 perdí todos mis ahorros y debí vender el departamento en el que convivía con mi esposa y mi hijo recién nacido. Al poco tiempo —prosiguió— ella me pidió el divorcio y se fue a vivir a España con el bebé y no volví a verlos. El puesto es todo que me quedó.

    —¿Y cómo hace para dormir ahí?; ¿no siente claustrofobia?

    —Y… uno se acostumbra a todo. Instalé una cama plegable del otro lado del mostrador, no es muy cómoda, pero es mejor que acostarse sobre cartones. Tengo una pantalla de gas para las noches más frías; una radio a baterías y mucho material de lectura. Cuando no puedo conciliar el sueño salgo a caminar o voy al parque y converso con algún solitario como yo.

    —¿Extraña a su hijo?

    —Sí, a veces me pregunto cómo estará, ¡bah!, ¿para qué le voy a mentir? No hay día que no piense en él. Cuando un muchachito se acerca y se queda mirando las revistas sin preguntar nada, pienso que tal vez sea él, que vino a visitarme y no sabe cómo iniciar la conversación.

    —¿No hizo nada para retenerlo?

    —¿Para qué? Hubiera sido muy egoísta de mi parte retenerlo. Sabía que allá iba a poder tener el futuro feliz que a mí me negaron.

    2.

    Mariana viene a merendar cada sábado y suele pedir un exprimido de naranja y una porción de lemon pie. Su rostro pensativo y opaco contrasta con el de aquellos jóvenes de su edad que pasan por la vereda.

    —¿Día difícil, Mari?

    —Sí, un poco, recién salí de trabajar.

    —¿A qué se dedica?

    —Soy paseadora de niños.

    —¿Paseadora…?

    —Bueno, en realidad tiene un nombre más cool pero básicamente hago eso, paseo niños pero sin correa ni bozal, aunque no sería mala idea implementar esos elementos. Es una nueva terapia destinada a aquellos padres que quieren sentir la menor culpa posible luego de pasar todo el día en la oficina consintiendo a sus jefes.

    —¿Cuál es el objetivo de la terapia?

    —Mantener a los niños alejados por un par de horas de los celulares y otros dispositivos electrónicos; los llevo a los parques para que corran, jueguen a la mancha y a la pelota.

    —Entiendo. Es una terapia descontaminante. Debe implicar mucha responsabilidad.

    —Así es.

    —¿Alguna vez alguno intentó escaparse?

    Siempre. Cuando corro detrás de uno, otro aprovecha a huir en otra dirección. Pero apenas descubren que no saben cruzar una avenida o calle a pie, ni parar un taxi, y mucho menos abordar un bus, regresan con la cola entre las patas.

    3.

    Cada mañana hace señas de socorro desde la vereda para que llene su vaso térmico con café y le acerque una tortita negra. A modo de broma le digo que esta debe ser la calle más reluciente de la ciudad. Lo que Charly, el barrendero, me contó en una ocasión aún me provoca escalofríos:

    —Hace… ¿dos años? Sí, dos años porque Lauti no había nacido, mientras estaba trabajando en la zona de la Estación de Trenes, vi que un perro callejero le ladraba a una boca de tormenta, pero no le di importancia, hasta que otros dos perros se le unieron; parecían bastante molestos con lo que sea que veían u olfateaban ahí abajo. De pronto, un tentáculo verde arrastró a uno de ellos hacia la oscuridad del pozo y su alarido espantó al resto.

    —¿Un tentáculo? —interrumpí.

    —Lo que oíste. Imagínate mi reacción. Le conté al supervisor de turno y este me preguntó si estaba chupado, y después me suspendieron por negarme a limpiar esa calle que todavía evito transitar. En los días posteriores, vecinos de distintas zonas de la ciudad denunciaron la desaparición de sus perros y señalaron como culpables a los cartoneros o “recuperadores urbanos” como los llama el Gobierno de la Ciudad, siempre adornando la miseria. En fin, esto ya había pasado antes y volverá a pasar cuando “esa cosa” despierte de su hibernación.

    4.

    —Un feca —ordenó Harry, el taxista, palmeando la mesa—. Bien potente que la noche es larga y escuché en la radio que habrá luna llena. —Harry siempre inicia el diálogo haciendo un comentario sobre el clima— y hay probabilidades de lluvias hacia la tarde de mañana jueves —concluyó.

    —Ah, mirá —comenté para seguirle la corriente mientras terminaba de colocar las sillas sobre las mesas libres—. ¿Otra vez lluvia?

    En la mesa del rincón encontré un libro que, aparentemente, un cliente dejó por descuido, aunque el taxista tuvo una teoría distinta sobre el origen del mismo.

    —¡No lo toques! —exclamó y volteé hacia él, con los pelos de punta—. Escuché en la radio que un grupo de terroristas está dejando libros en los asientos de los subtes y colectivos, y hasta en los bancos de las plazas y parques —explicó—; libros portadores de un virus desconocido y altamente mortal.

    —Se lo olvidó un cliente durante el transcurso de la tarde —me reí.

    —Es lo que ellos quieren que creamos —cuestionó—. ¿No te parece raro que el cliente se haya olvidado —levantó las cejas varias veces— semejante libro? Debe tener como trescientas páginas.

    —Es solo un libro, Harry —insistí, pero él parecía afectado por la situación.

    —Haceme caso, no lo vayas a tocar —advirtió señalándolo con el dedo, antes de dirigirse a la vereda.

    En solo cuestión de minutos, móviles de la Policía se detuvieron frente al local y los agentes restringieron el acceso hasta que alguien dio la orden de retirar de forma segura el elemento “potencialmente peligroso” que una docente reclamó a la mañana siguiente.

    Augurios

    Por la mañana leí la borra de mi café y vi nubes en el fondo; hace tiempo que solo veo nubes. Los clientes de hace años suelen pedirme que lea sus tazas de café, como Elsa, que hoy se retiró del local con una sonrisa cuando le manifesté que vi un pez en ella. El pez significa ganancias o buenas noticias. “Si acierto en la quiniela —prometió— te voy a traer un regalo.” Porque sabe que no acepto propinas. Don Raúl, quien perdió a su esposa hace tres meses, se emocionó mucho cuando le aseguré que un familiar fallecido lo estaba protegiendo; dejó dinero en la mesa y se esfumó para evitar que se lo devolviera. Hay gente que no sabe demostrar afecto de otra forma. Jorge acostumbra a no beber todo el café, siempre deja un poco para evitar malos augurios, pero la última vez volteó su taza por accidente y vi un sol en el fondo.

    —¿Qué significa el sol? —preguntó desconfiando de mi sonrisa.

    —Felicidad, Jorge. Felicidad.

    Lucia, la encargada de la limpieza del local me miró y sonrió con complicidad. “Todos necesitamos buenos augurios” le susurré a la pasada.

    Alan

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