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La chica de RR.HH.

Jul 29, 2025

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Para N.T., en mi mejor manera de dar un abrazo.

Eva salió del consultorio y caminó al auto con una determinación distraída. El mismo paso obsesionado y cansado de todos los que llegan tarde a trabajar. Puso la llave en el encendido y paró a enviarle un mensaje a su marido, que la miraba junto a su hija desde la pantalla del celular. Ya se había hecho la ecografía. Todo estaba bien, todo era normal.

Manejaba con ansiedad en un día de lluvia y calculó mal la distancia. El auto de adelante calculó mal el estar detenido exactamente donde estaba y terminó con el paragolpes en el asfalto.

No fue la peor de las desgracias, pero una más de las pequeñas desgracias; esas que suceden en el peor momento. Como la llovizna que no llega a mojar del todo pero alcanza para enloquecerte.

Llegó al trabajo harta. No se pudo sentar en paz cinco minutos que ya la acechaban. La falsedad de algunos, las necesidades de otros. Un hedor acre emanaba de todos lados, o tal vez era solo que ya detestaba estar ahí. Ella solo quería estar en paz, hacer su trabajo en paz. 

Pero, ¿por qué?. ¿En qué momento la vida se convierte en esto?. No era un pensamiento adolescente ni insensato. Sabía tan bien cómo todos que la vida adulta era esto; trabajo familia, cosas que pagar. Entregar la carne y el alma en un permanente sinsentido. Pero, ¿en qué momento se vuelve normal la resignación? ¿Cómo se logra que el alma se abandone a algo así?. Sintió que la llamaban.

- Eva, necesito hablar con vos. El encargado no me quiere dar lo que me prometieron, y yo no soy así, pero siento que tengo que mostrar mi peor cara aunque no me guste…

Ella se desconectó y puso su cara más amable mientras puteaba por dentro al maldito encargado y a todos por traerle problemas que no necesitaba. Sentía el teléfono laboral vibrar enloquecido al lado de su brazo. Sintió que la otra persona había terminado de hablar y respondió amorosamente que le diera un ratito y apenas pudiera iba a hablar ella con él.

Escuchaba a su compañera insultando al monitor, y uno de los empleados entró gritando; sin sentido, sin necesidad. Dios, harta estaba. Tenía los brazos tensos hasta los hombros mientras escribía. Las teclas pedían piedad. Se detuvo y fue a prepararse el mate.

-Eva, yo tengo mi franco pendiente porque me lo sacaron porque el cajero estaba enfermo.

-Bueno, después nos sentamos y lo vemos gordito.

-No, pero siempre lo mismo, después me pedalean…

-Pero ahora no puedo, dame un segundo - inconscientemente remarcó las últimas palabras revoleando la medialuna adentro del microondas y cerrando la puerta con fuerza. El empleado se fue diciéndole algo más pero ella ya no escuchaba. El hartazgo se le removía silencioso en el estómago. ¿Por qué? 

Eva respiró e hizo lo que pudo toda la mañana. Los empleados seguían apareciendo cada uno con su pequeño llanto - que me golpee el dedo, que el encargado me trató mal, que no tenemos yerba - en un desfile diario e interminable. Todo a ella. 

Pero seguía, valiente y resuelta. Tratando de poner su amor y comprensión en cada uno de esos malditos desagradecidos que no entendían que ella también sentía. Que realmente quería ayudarlos, pero que necesitaba que le dieran una mano. Su mente volaba hacia su familia para sentir el corazón abrigado. Los brazos de su esposo y la sonrisa de su hija.

Pero harta estaba. Y apenas mantuvo la compostura cuando el jefe le anunció que ya no era la encargada de recursos humanos. Ella, que tanto sentía haber dado, lo aceptó con dignidad y se decidió a seguir con sus tareas con el mismo amor de siempre. 

Encaró hacía el baño para refrescarse cuando el encargado, ese encargado, se le cruzó para comentarle algo que a ella no le importaba. Miró la hora en su celular y el impertinente vió la foto de su hija.

-Ah mirá que bien, ¿esa es tu hija?

-Sí -contestó, con el amor brotando en su pecho- es hermosa.

-Si, bueno. No sé si tan hermosa, pero es bastante bonita.

Eva tomó un par de tijeras que estaban en una mesa y se las enterró en el oído. Nadie hablaba así de su hija, y se lo hizo saber. Se lo gritó mientras le enterraba las tijeras una y otra vez, remarcando cada palabra con un golpe, mientras la sangre le llenaba las manos y el vientre. Entonces se detuvo. La sangre estaba fría.

Cuando abrió los ojos vió a la técnica sonreírle mientras le pasaba el ecógrafo por el vientre, y sus oídos se llenaron con el latido acelerado del nuevo corazón que estaba cuidando. Entonces lo entendió. Pensó en el sueño y lo supo.

Al salir del consultorio caminó con suave alegría hasta su auto. Se sentó y miró a su hija y a su marido antes de enviar el mensaje. Todo estaba bien. Con ellos, todo era perfecto.

Francisco Allende

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