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    En el bosque.

    Nov 6, 2024

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    En el bosque.
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    En mi casa hay un balcón. Es chiquito y está enrejado para que nadie se caiga. Esa red metálica y protectora podría darme una sensación de encierro, pero la reja no es suficiente para tapar el bosque que hay enfrente de donde vivo.

    No me había pasado nunca, pero me di cuenta que si miro los árboles el cerebro se me cuelga. Estas pausas de cigarrillo empezaron a servirme para gambetear de a ratos mi esclavitud mental a las notificaciones digitales y reemplazarlas por avistamiento de las situaciones que se dan en la arboleda.

    Al inicio, lo que más me llamó la atención fue la pequeña comunidad de personas que viven bajo algunos de los árboles más bajos. Están liderados por quien llamo en mi imaginación Teniente Dan, un hombre en silla de ruedas que es permanentemente asistido por dos colegas en igual situación de calle que parecen respetarlo por sus años. El Teniente Dan los trata con respeto. Ellos le mueven la silla al sol cuando cae algún rayo tibio, le buscan resguardo en algún techo del barrio cuando llueve o le hacen fogatas para resguardarse del frío en invierno. El vino y la conversación fluyen infinitamente en charlas interminables que muchas veces incorporan a los otros vecinos del bosque. Estas existencias también son abiertas para los golondrina, aquellos sin techo que se encuentran de paso hacia otro destino. A veces sus estadías se prolongan si el clima es piadoso y los mosquitos se portan bien. Antes de partir, algunos secan su ropa en la canchita de fútbol de la plazoleta o se duchan en el caño roto que está cerca del cordón de la avenida Valentín Alsina.

    En 1909, un grupo de ingleses consiguió la concesión de un predio que estaba al lado de la “Estación Golf” (así le decían a la parada Lisandro De La Torre de Belgrano) para armar un club de tenis. Era el Buenos Aires Lawn Tennis Club. Ahí hicieron cuatro “courts” y tenían un vestuario que era una casa de madera. La cosa era tan cheta que los ferroviarios les armaron un desvío de vías para que los fines de semana, un coche-comedor, un restaurante sobre ruedas, se aparcaba allí todo el tiempo para funcionar como restaurante bar.

    Más de ochenta años después en esa misma zona, se crearía otro club de pretensiones similares, el Racket Club.

    Pasear por esa avenida, hoy en día, es un espectáculo hermoso. Chicas bronceadas entradas en edad conviven con relajados flacos de cuarentapico, todos con ropa deportiva de un blanco inmaculado.

    Durante el día, los gemidos tenísticos se cruzan entre los ladridos de las manadas de perros que llegan traídos en grandes combis por los paseadores, que toman los árboles de Thays entre sogas que funcionan como sistema de separación de los perros que cobran por llevar a la plaza todo el día.

    El bosque es majestuoso. Probablemente su parte más linda esté reservada para los más ricos. En medio de todo este pulmón paisajístico de la gran ciudad, unas colinas y pequeñas lagunitas esparcidas por doquier son aprovechadas por gerentes, accionistas y funcionarios de jerarquía. Cuando camino alrededor de la cancha de golf que los convoca, me asalta una sensación de paso a la clandestinidad y recuperación a la fuerza de ese precioso espacio público para ponerlo a disposición de la cerveza tirada, los puestos de comida y más calesitas.

    Pero lo más peculiar de este oasis urbano que se conoce como Parque 3 de Febrero es cómo se transforma al anochecer. Los últimos runners de la jornada trotan sudados entre las trabajadoras de la noche, y el espacio verde se convierte en la zona roja.

    Después de las eternas madrugadas de sábado, el asfalto queda cubierto de preservativos, penes globo desinflados orbitados por sus envoltorios. Las petacas plásticas de licor Mariposa, ya con nada más el olor a grapa y miel como vestigio, se entremezclan con bollos de papel higiénico que sirvieron para higienizar las zonas del servicio de turno.

    Es extraño ver el cambio de fauna que traen los primeros rayos de sol del domingo. De repente, los taxis y autos que pasan en fila buscando compañía son reemplazados por familias que se arriman con manteles y viandas con el almuerzo para pasar la mañana junto al lago de Regatas.

    El sendero de los duraznos en flor que lo rodea deja de ser un mamadero de felatios indiscretas para convertirse en el lugar donde elongan las señoras que terminaron la caminata.

    Los chicos corren detrás de la pelota entre los últimos fisuras que quedaron alienados por la noche y pasan a los gritos insultando mientras persiguen desesperadamente la nada.

    Ya las chicas, de tacos altos y polleras cortas, terminaron la larga jornada laboral. Cuando el sol se pone picante a las 11, aprovechan los banquitos para tomarse el último trago de Bols mientras se asolean y miran a los patos pedir ultraprocesados a los transeúntes.

    Mientras tanto, a menos que haya maratones, la policía duerme. Hasta el amanecer, el monopolio de la violencia queda en manos de los misteriosos encargados de asegurar las condiciones para las operaciones que se desarrollan en las venas de asfalto o empedrado que atraviesan el bosque. Luego, a veces, pasa algún patrullero. Su función es recordarles a las pocas chicas que aún trabajan a espaldas del Hipódromo que esas horas extra no están autorizadas.

    Eddie Fitte

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