A veces me sorprendo intentando descifrar cada emoción, como si mi mente fuera una detective obligada a resolver un caso. Busco patrones, causas ocultas y conexiones infinitas, convencida de que solo así podré liberarme del peso que siento. Pero he empezado a darme cuenta de que esa increíble dedicación a analizarlo todo puede ser también una cárcel.
No entender, en cambio, es un acto de rebeldía ante la tiranía de la explicación. Consiste en permitir que una sensación exista por sí misma, sin necesidad de un título ni un diagnóstico. Es reconocer que la vida no es un manual de instrucciones y que, al contrario de lo que nos han enseñado, muchas veces las preguntas no merecen respuesta.
Hay días en que la confusión es mi acompañante más fiel. No porque ocurra algo extraordinario, sino porque mi cerebro insiste en armar teorías sobre verdades que apenas alcanzo a sentir. Ese esfuerzo constante me roba la capacidad de simplemente vivir el instante. El silencio interior se vuelve un lujo prohibido, y la paz, un espejismo que siempre está al alcance de un análisis más.
Aprendí que las emociones puras—la tristeza sin motivo, la inquietud sin causa, el vacío sin origen—tienen un valor terapéutico. Al aceptarlas sin encasillarlas, les doy la oportunidad de transformarse de manera natural. Esa transformación, si llega, sucede cuando mi mente deja de interferir y deja espacio a la experiencia auténtica.
En mi rutina, comencé a practicar la pausa: notar lo que siento sin convertirlo en problema. A veces cierro los ojos y dejo que el viento—o el ruido—sea suficiente contexto. Me permito estar distraída, desorientada, incluso aburrida, sin buscar en ello un mensaje profundo. Y descubro, con humildad, que esa ligereza me regala momentos de claridad inesperada.
El valor de no entender radica en esta paradoja: soltar el control me devuelve libertad. No es rendirse ante la incertidumbre, sino reconocer que el misterio forma parte de mi humanidad. Que vivir no siempre implica resolver, sino a veces, simplemente, dejarse llevar.
Y en esa aceptación sin condiciones encuentro un respiro: un breve oasis donde la urgencia de hallar sentido se disuelve, y puedo, al fin, respirar sin pensar.
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