Yo intenté, yo traté arduamente. Peleé en la maniobra infinita e incansable de ponerle letra a la ausencia. Pero no pude. Quizás porque quise dibujarla ahí afuera, ahí en el lugar en el que ya no estabas más. Creo que estaba equivocado. Sí, estaba equivocado.
Durante tanto tiempo me sostuve en la mirada y en la renuencia: me dediqué a ver el vacío que dejaste, solo a observarlo y a asegurarme mirarlo de cerca y de lejos. Después, quizás un tiempo después, me empeñé en decorar los bordes. Decoré los bordes del vacío con recuerdos y con imágenes tuyas, quizás de manera melancólica, pero fue una tarea hermosa… Sí, fue hermosa.
Ahí, de todas maneras, estuve yo luchando fuertemente contra el vacío, porque entonces los atardeceres de otoño ya no los veía junto a vos, ya no miraba más al sol naranja del atardecer posar sobre tus ojos marrones. A veces seguía hablando en voz alta, imaginando conversaciones con vos, creando situaciones hipotéticas en las que te pedía tu opinión, y vos respondías, sí, respondías, siempre respondías. En la ausencia decoré los bordes con recuerdos de tu presencia, y quizás llegó un punto en que no hubo más vacío.
Quizás ya no tuve más palabras. ¿De qué me servían a mí las palabras, si solo tenían sentido si vos las escuchabas? Vos eras la destinataria original de todo lo que yo quería decir. Después ya no hubo más nada. Yo dejé de entender las palabras, ya no supe más para qué servían. Yo hablaba como vos hablabas, no tenía un idioma propio. Cuando me hablabas podía sostenerme en lo común de la lengua. Después, en el vacío, sostuve en mis manos todas las palabras del mundo. Nunca supe qué hacer con ellas.
Sin embargo, la lucha en el pasar del tiempo se convirtió en tregua. En una tregua de amor.
Con los días y las tardes, el tiempo se resignificó, y el guion de ausencia y guerra encontró otras maneras de ser escrito. Los atardeceres volvieron a ser naranjas, y ya no necesité de tus ojos para apreciarlos. Quizás empecé a dejarme llevar por la belleza de observarlos cuando se posaban sobre las hojas de los árboles de la primavera, sobre los techos de las casas, sobre las puntas de los edificios.
Comencé, también, a edificar una nueva lengua. Palabra por palabra. Una lengua en la que ahora, tristemente, estabas ausente. Una lengua por fuera de tus palabras.
El vacío ya no estuvo más afuera. Mediante ciertos movimientos que exigieron de mí cierta agilidad existencial y alguna que otra valentía rigurosa, el vacío pudo ser inscripto dentro de mí. Tu ausencia se inscribió en mi vida, en mi historia, en mis maneras de narrarme y contarme ante mí mismo y ante los otros, en mis modos de ser, de decir, de no decir, de comprender, de saber.
Ese vacío que al principio tenía forma y consistencia, ahora es un espacio manso que porto en mi cuerpo, y que me permite respirar de otra manera, entender las cosas desde otro lugar, mirar todos los atardeceres del mundo, apreciar mejor los ojos marrones, los rayos de sol naranja; saber, desde una consciencia tranquila y plácida, que he sido testigo de la belleza de tu existencia, y que parte de ella ahora es parte de lo que soy yo.
El agujero ya no es más pozo confuso y doloroso en el que me pierdo. Ahora es parte de mi historia y de mi camino: es brújula y mapa. Memoria y significado. Belleza y atardecer. Luz y sentido.
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