Cuando la ruptura fue pronunciada, lo que quedaba ante mí ya no era mundo ni cuerpo ni pensamiento.
Era un plano indeterminado que se plegaba sobre sí mismo con la indiferencia de lo absoluto.
Allí comprendí que, si quería sobrevivir a esa nada que era sobreabundancia, debía aprender a dibujarla.
Cartografos del ridículo nos dicen algunos, otros, suelen llamarnos poetas.
No hay mapa posible, y sin embargo, la orden es dibujarlo.
Me lo dijo la voz que no habita en el aire ni en la garganta, ¿La escuchaste? esa que solo aparece cuando no la nombro.
—Traza el territorio de lo que no existe —susurró desde la grieta.
Y obedecí, no por fe, sino por la urgencia de saber dónde empieza el borde que me consume.
Pero ¿cómo cartografiar un lugar que no es lugar?
Las coordenadas se disuelven antes de escribirlas, los puntos cardinales se derraman en sí mismos, y el norte es un espejismo que gira, líquido, sobre la palma de la mano.
Cada vez que creo haber fijado una línea, la línea se repliega en espiral y vuelve a ser nada.
Allí, en ese colapso, la brújula deja de apuntar al hierro del mundo y empieza a señalar hacia arriba.
Aún no sabes lo que mostraba la brújula, lo entenderas al final de este viaje.
Ella —la que habita sin forma— se desplaza como un animal ciego en un océano sin agua.
No avanza ni retrocede, simplemente ondula.
Y yo, desde dentro de ella, siento que cada paso que doy es al mismo tiempo todos los pasos posibles y ninguno.
Afuera, quienes la observan desde su orilla creen que se trata de la coreografía de una loca, de luz y sombra, pero en realidad es la vibración de un instante que se expande en todas direcciones sin ocupar espacio.
Subete al baile de la locura conmigo. Toma mi mano y dibujamos juntos.
Lo llamaron vacío.
Pero no es ausencia, es sobreabundancia sin límite.
Aquí, las paredes se despliegan como estantes interminables, más vastos que cualquier sueño humano. Cada volumen contiene todas las palabras que han sido pronunciadas, y todas las que aún no han sido concebidas.
Es la biblioteca imposible, anterior y posterior a la de Alejandría, donde no hubo incendio porque nada puede arder en lo que no pertenece al tiempo.
Este es el archivo primordial, donde el conocimiento no se guarda para ser leído, sino para recordarte que nunca podrás abarcarlo.
Aquí todo está escrito, pero cada vez que extiendes la mano para tomar un libro, el estante retrocede un paso más en la espiral, obligándote a seguirlo.
Es un tejido invisible donde las distancias no miden, los tamaños no existen y el tiempo no está.
¿Quién es la que se mueve entre los instantes literarios qué son los saltos entre palabras?
Nuestra acolita. Siempte ella con el rostro borroso y la capucha puesta.
Cuando ella lo recorre, su silueta parece plegarse en capas infinitas, como si fuera la proyección de sí misma en todos los planos de realidad al mismo tiempo.
Yo —que ahora soy ella y también la que la describe— llevo un punzón en la mano, creyendo que trazar es posible.
Clavo el instrumento en el aire denso, y de la herida que se abre brotan hilos de luz que se enroscan, formando figuras imposibles:
círculos que no cierran, triángulos de lados curvos, cuadrículas líquidas que se doblan sobre sí mismas.
Cada figura es un lugar, y cada lugar es un recuerdo de algo que no viví pero que me pertenece.
El mapa crece hacia adentro, hacia afuera. En la superficie, y hacia profundidad.
Cuando intento verlo entero, me doy cuenta de que estoy mirando el reverso de mi propia piel, y que las líneas no son rutas, sino cicatrices de un viaje que no recuerdo haber comenzado, pero que me sigue moviendo.
La sombra aparece en el punto donde el mapa se arruga.
No habla, pero señala con un dedo largo y frío un pliegue imposible, como si dijera: ahí empieza todo.
Porque la cartografía del vacío no es guía ni registro.
Es un conjuro.
Y al terminar de trazar la última línea, descubro que la línea me está dibujando a mí.
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