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bruja vieja

ramiro#32

Jun 25, 2025

370
bruja vieja
Nuevo concurso literario en quaderno

Segunda parte de: puto, pobre y sensible.

Cuando tenía ocho, murió mi abuela en su sillón de plástico, mirando la televisión de catorce pulgadas que descansaba arriba de una mesita de luz. Estaba tapada con una mantita rosa, cubriéndole las piernas, que de a poco iban dejando de querer caminar. Las hijas de puta, hartas de tanto andar, ya querían abandonarla.

Pero ella, terca, se levantaba igual, con una fuerza bruta, y le pegaba a la tele cuando en la caja se dibujaban líneas negras.

La vieja era bruja.

De esas viejas sabias, de las que le conocen todas las mañas al diablo.

Tenía muchos poderes, pero uno en particular: calmar a la bestia con sus cuencos de plástico y sus pociones.

A las 11:30 en punto abría una bolsa transparente y dejaba caer granitos blancos en una olla vieja, llena de manchas negras. Después, echaba un polvo blanco y agua de un tacho enorme que estaba en el patio.

Era hipnótico verla. Iba y venía por la cocina, movía los brazos como una bailarina y revolvía con su cuchara de madera.

Después se detenía, se paraba firme y tomaba un buen sorbo de un líquido agridulce que, ahora lo sé, era vino.

Era una diosa.

Como esas santas que me nombraba todo el tiempo, las mismas a las que le rezaba cada noche.

Después de varios vasos, siempre golpeaba la mesa —¡pum!— con la palma abierta, y gritaba:

“¡Esa basura no entra en esta casa! ¡Acá se multiplican los panes!”

Y yo me quedaba tranquilo. Sabía que el monstruo hambriento no iba a cruzar esas puertas altas, de madera vieja e imponente, custodiadas por otra bestia feroz: Baltazar.

El lobo que no era lobo, pero a mí me gustaba creer que sí.

Mi poción favorita era la de yuyos verdes con azúcar de caña.

Esa se tomaba a las seis de la tarde, viendo lo que Telefe quisiera que viéramos.

Amaba las películas de amor yanquis que presentaba Virginia Lago.

La amaba.

Mi abuela también.

Esos días me dejaban quedarme hasta tarde, porque el monstruo se distraía con las historias.

Pero los otros días no.

Era tomar la poción e irse a la cama, porque mi abuela decía que la magia solo hacía efecto mientras uno descansaba en la almohada.

Ella era mágica. Coleccionaba heridas en un frasco de vidrio y las miraba cuando la nostalgia le apretaba el pecho.

A veces lloraba porque extrañaba el mundo que había habitado antes: ese donde se corría libre, como animal escapado de una trampera, con las rodillas raspadas de tanto andar.

El cielo, que la conocía, también se entristecía. Lloraba con ella.

Y reía.

Y entonces ella sacaba las plantitas y a mí al patio para que nos tocara esa agüita que sana —así le decía—.

Y saltábamos, cantábamos, reíamos canciones viejas que todavía hoy escucho en la radio.

Murió tranquila. Durmiendo.

Nadie supo por qué. Solo supimos que ya no respiraba.

Estaba pálida, pero con una expresión de descanso que parecía mentira.

La encontré yo.

Un viento helado me calaba los huesos. Eran casi las seis de la tarde y la poción no había sido preparada.

Lloré mientras la abrazaba.

Después salí corriendo. Corrí tan rápido que podía ganarle a los autos.

Le conté a la Julia. Ella me tomó de la mano y me acompañó.

En mi corta existencia, apenas había conocido tres gestos verdaderamente humanos:

el beso tibio de mi madre,

los abrazos de mi vieja bruja,

y aquella vez en que doña Julia me sostuvo la mano mientras mirábamos juntos el cuerpo sin vida de mi abuela.

Ese día supe lo que era perder por segunda vez.

La primera fue cuando me arrancaron la inocencia.

La bruja se fue como solo ella sabía irse: dejando enseñanzas, dejando magia.

No hubo velorio. No hubo entierro.

Tampoco llantos ajenos que me molestaran.

Julia y yo presenciamos un milagro.

Una experiencia religiosa.

Vimos cómo esa mujer de ochenta años se convertía en mariposa y emprendía vuelo.

Lejos de mí.

ramiro

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