Prólogo
Nací en un hospital público de mi pueblo. Mi madre pujó tres veces y me escupió a este mundo perverso. Llegué sucio y desnudo, a este planeta de gorilas y brujas malvadas. También llorando. Desde que abrí los ojos por primera vez, la Virgen me obsequió este don que reniego.
Puto, pobre y sensible. Así me parieron.
Mi primer roce con el mundo —ese mundo frío, hostil, al que después iba a estrellarme de frente— fue una noche, cuando tenía cinco años.
Las noches en casa nunca eran calladas. Vivíamos en un barrio que apenas se estaba armando, donde las familias, ya sea por necesidad o por egoísmo, se peleaban por terrenos que no les pertenecían. Ni a ellos. Ni a nosotros.
Siempre terminaban mal. Siempre había sangre, gruñidos, arañazos. Eran bestias. Animales con bronca, con frío. Y con hambre.
Los machos se rompían el alma a palazos y piedrazos, mientras las hembras protegían a sus crías detrás de esas paredes hechas de cartón, chapa y nailon verde.
Mi mami me pedía que me alejara de la ventana, que dejara de mirar. Eso la tranquilizaba. En su cabeza, si no lo veíamos, no existía.
Ignorar era su hechizo contra el horror.
Y en parte, tenía razón: ignorando todo, desapareció esa guerra constante frente a nuestra casilla de madera, que yo llamaba casa.
El que reclamaba el terreno asesinó a quemarropa al macho, ahí, delante de sus tres cachorros.
Así: el hombre dejó de existir.
Y ella, una tarde, agarró sus bolsas con ropa y se esfumó.
Me gusta imaginar que están bien. Ella y esas criaturas.
Esa noche lloré. Lloré tanto que inundé la casa, arruiné el piso, las paredes, los dibujos de la heladera. Y la heladera.
Lloré de hambre. De miedo.
Lloré porque no me sentía cómodo ahí, en esa jungla de dientes.
Ese día conocí la maldad en los ojos de un hombre.
Y también, sin saberlo, empecé a andar este mundillo sucio.
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