El ascensor del edificio se traba cada dos por tres. Antes de subir respiro profundo y pienso que no pasa nada; todo va a estar bien. Apretando las llaves entre las manos, bajo rápido cuando llego a mi piso, abro la puerta y él siempre está ahí. Me espera como si tuviera miedo de que yo no fuera a volver, como si fuera a dejarlo solo con los muebles y las cuentas. Me mira el monstruo con el que convivo como si yo y él fuéramos cosas distintas, como si existiera más allá de mí.
Mi monstruo es tan mío como yo soy suya. Hay días en los que no nos molestamos, en los que se queda en la habitación y me deja trabajar, cantar a los gritos, reírme por videollamada. No se asoma cuando llega visita, y tal vez por eso no me sale llorar en público. Sin embargo, hay veces que viene y se sienta al lado mío las 8 horas de la jornada laboral. Yo le pido que se vaya, pero insiste, prepara un mate, mira los videos que pasan en Youtube.
Ya no me acuerdo bien cuándo apareció; sé que solía ser más chiquito. El monstruo no tiene nombre, pero sabe cuándo venir sin que yo lo llame. Se da cuenta de cuándo estoy por pisar el palito y aparece para abrazarme de ansiedades. Yo meto la cabeza en el medio de su pecho para que me absorba, me envuelva. Él abre los brazos de monstruo y me llama sin decir nada.
Nunca me lo llevé de vacaciones. No tuvo la suerte de mojar los pies en el mar ni de mirar un atardecer en la Patagonia. Mi monstruo ocupa mucho tiempo y mucho espacio y la verdad es que cuando no estoy en casa me gusta no ocuparme de él, ya bastante tiempo le dedico. A esta altura ya estoy un poco encariñada y lo cuido como si eso tuviera algún sentido.
Cuando una resaca me pide que me quede en la cama, me mira como si yo fuera chiquita, él grande, pero en el fondo de sus ojos puedo notar la lástima. Vos no tenés que preocuparte, porque mi monstruo no es feo. Es como la ilustración de un cuento infantil, con pelos que se enredan si no se peinan a menudo, y que se van cayendo por la casa para recordarme que él está ahí.
Ayer lloré por mi monstruo; lloré porque quiero que se vaya y no sé cómo. Lloré y mi monstruo lloró conmigo. Se le cayó una lágrima, después otra, y ahí llegó un sinfín, una catarata de agüita que caía por su cara. Frente a semejante espectáculo, me ganó el estupor. En silencio lo vi llorar hasta que me paré a abrazarlo como él tantas veces lo había hecho. Lo dejé empaparme la remera de sus lágrimas de monstruo y le alcancé una servilleta para sonarse los mocos.
La escena duró una eternidad. Mientras lo observaba, me di cuenta de que llora igual que yo, tapándose la cara. No pude más que balbucear palabras inconexas; supe que teníamos para rato en esta situación. Las lágrimas eran tantas que el piso del living empezó a inundarse. A esta altura yo ya estaba preocupada, podía ver cómo los muebles que tanto me costó comprar se estaban mojando y no podía hacer nada. Al fin y al cabo, yo también lloraría.
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