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¨Yo no soy chileno¨ – Columna 8

Dec 19, 2025

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¨Yo no soy chileno¨ – Columna 8
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Me encontraba a dos semanas de pasar mi primera Navidad lejos de mi familia y amigos. Estaba viviendo en Buenos Aires, la ciudad que siempre consideré mejor que mi caótica, conflictiva, polvorienta y gris Lima. Buenos Aires fue la ciudad donde aprendí a amar por primera vez, pero también la que me enseñó a soltar y a curar por última vez.

A diferencia de muchos, nunca me dio miedo ni tristeza la soledad. En realidad, aprendí a valorarla y disfrutarla... a excepción de ese raro mes de diciembre. Estaba totalmente solo, en mi tan amada Buenos Aires.

Eran las 8:50 a.m., estaba con resaca y con sueño. Una brasileña llamada Laia, con la que había pasado la noche, me había despertado de mi tan plácido y cómodo sueño. Muy honestamente, no le entendía casi nada de lo que decía. Ella recién estaba aprendiendo a hablar español, pero de lo poco que logré captar esa mañana, era que tenía que ir urgentemente a su universidad y necesitaba que le pidiera un Uber para llegar a tiempo a sus clases de medicina. La embarqué.

Mientras subía las escaleras hacia mi departamento, recibí una llamada inesperada. Era Fabiano.

¿Quién es Fabiano?

Fabiano era un viejo amigo del colegio, que había sido expulsado —o mejor dicho, “invitado a no matricularse el siguiente año”— por haberle escupido en la brillante y arrugada pelada al regente del colegio desde un quinto piso.



Después de ese incidente, se fue a vivir con su padre a Chile. Con el paso de los años, Fabiano se volvió uno de los alumnos más aplicados que he conocido. Tranquilamente podía resolver cualquier pregunta de leyes, geografía o historia universal. Tanto así que logró ser becado en una de las universidades más prestigiosas de Chile.

Pero si había algo en lo que era realmente desastroso —y cuando digo desastroso, me refiero a nivel catastrófico—, era para hablar con mujeres. Pese a su favorable 1.94 metros de altura, tenía una torpeza en su confianza que no le ayudaba en lo más mínimo.

Nos quedamos hablando por llamada unos treinta minutos. Me contó que no se sentía bien sentimentalmente. Después de mucho tiempo, se había enamorado de una francesa que fue de intercambio a su universidad. Me dijo que era la primera vez que sentía esa confianza con una mujer, pero que no sabía cómo decírselo, porque en el fondo sabía que ella se iría pronto de Chile.

La última noche que estuvieron juntos, él la acompañó hasta la puerta de su casa. Se besaron largamente, como si quisieran aplazar el adiós unos segundos más. Entonces ella, con la voz entrecortada y los ojos brillosos, le dijo:

—Fabi, sé que me iré en dos días, pero me urge decirte que… te amo, Fabi.

Él la miró como si acabara de escuchar una pregunta de examen que no había estudiado. Empezó a mover sus largos brazos como si estuviera buscando en el aire la respuesta correcta. Tratando de articular alguna oración decente para responderle. Pero no pudo. No le salió una sola palabra. Se volteó y se marchó lentamente, escuchando cómo la francesa cerraba la puerta detrás de él.



Después de contarme eso, lo carajeé un poco por su actuar. Luego la conversación se tornó más personal, y me preguntó cómo me sentía con pasar la Navidad solo. Hasta que me soltó:

—Chino, yo sé lo que se siente pasar Navidad solo fuera de tu país. Mi papá se va a Singapur por unos negocios. Así que decidí ir a Argentina para que pasemos la Navidad juntos. Llego el 23 de diciembre.

Tardé en responderle. No se lo dije, pero se me llenaron los ojos de lágrimas al escuchar sus palabras.

Fabiano llegó a Buenos Aires. Tenía claro mis dos objetivos. Primero: que se sacara a la francesa de la cabeza y se divirtiera. Segundo: que por fin le perdiera el miedo al sexo opuesto. No es que yo fuera un Don Juan, pero al menos me considero hoy en día un “tímido superado”. De alguna forma u otra, tenía que ayudar a mi amigo.

Esa misma noche, después de unas buenas milanesas en "Lebrel", decidí que esa noche era el debut de Fabiano en el terreno de las mujeres. Las que no están en Wikipedia ni en documentales sobre la Revolución Francesa.

Fuimos a un famoso boliche de La Plata llamado "Baxar", estábamos sentados en la barra tomando cervezas. A tres metros de nosotros, dos chicas —una rubia y una morocha— conversaban. Lo tenía clarísimo: ese era el momento para que Fabiano dejara de tenerle pánico a las mujeres.

Lo miré fijamente, lo agarré de los hombros y le dije:

—Fabi, escúchame. Solo sígueme el juego, ¿sí? Vamos a acercarnos a esas chicas. Yo hablaré primero. Solo te pido que hables con tu acento chileno, no con el limeño.



Fabiano, más pálido de lo natural y nervioso, asintió como si estuviera por rendir el examen oral de su vida.

Me acerqué a la mesa con la seguridad de quien no tiene nada que perder y les dije:

—Hola, perdón si interrumpo, pero mi amigo Fabi y yo acabamos de llegar a esta ciudad y no conocemos absolutamente nada. ¿Les gustaría tomar unos tragos con nosotros? Realmente estamos perdidos.

La rubia me sonrió. Estábamos ganando.

—Sí, obvio. ¿De dónde son? —respondió la rubia.

—Yo, de Perú. Mi amigo es chileno —dije mientras me sentaba en su mesa y señalaba a Fabiano, que parecía a punto de desmayarse.

—¡No hay forma! Vos no parecés peruano para nada. Juraba que eras coreano o chino, boludo —exclamó la morocha.

Me reí. Miré a Fabiano para que también se sentara. Él me miró. Pensé: ¡Lo logré! ¡Con esto Fabi va a agarrar confianza sí o sí! Vamos, di tu parte. Solo tienes que hablar como chileno.

—No, discúlpenme chicas, pero mi amigo Kaito se ha equivocado. Yo no soy chileno, soy peruano —dijo Fabiano, con su acento limeño y toda la inseguridad del mundo.

Yo miré a Fabiano con tanto desprecio que si hubiese tenido un arma, era legítima defensa.



Las chicas se levantaron de la mesa y se fueron.

Le dije resignado:

—¿Sabes qué, Fabi? te juro que si Cupido te viera, renuncia.

Y él, como siempre, me respondió con una sonrisa de idiota:

—¿Y si mejor vamos por un choripán?

Lo abracé. Cómo no iba a quererlo.

Llegó el día de Nochebuena. Estábamos los dos recuperándonos de la resaca. Lo que teníamos clarísimo era que la mejor forma de salvar esa Navidad era pedir la “real” cena navideña. Íbamos a malgastar nuestro bono de fin de año solo en comida.

Se nos pasaron por la cabeza opciones como: makis, asado, milanesas, comida china, shawarmas, pizzas, comida peruana, pavo al horno, etc. No queríamos que la comida nos llegara fría, así que planeamos pedir todo a eso de las seis de la tarde.

Pero al momento de hacer el pedido, nos dimos cuenta de que no había nada abierto. Ni en apps ni en tiendas físicas. ¡Todo estaba cerrado!

Qué Navidad más catastrófica.

Estábamos desesperados. No podía ser que pasáramos Nochebuena sin una cena navideña. Hasta que encontré en mi alacena una pequeña bolsa de lentejas.



Esa noche no hubo brindis de champagne, ni villancicos, ni abrazos de mamá o papá. Solo lentejas tibias, una mesa desordenada y dos amigos riéndose de su propia miseria.

Y aunque no hubo regalos ni luces navideñas, algo dentro de mí supo que, en medio de la precariedad, viví una de las navidades más humanas que me tocó tener.

A las doce, Fabiano levantó su vaso con agua y brindamos por nuestras vidas mediocres.

Después lavamos el plato de lentejas y vimos una serie peruana por YouTube.

Y así fue: la peor Navidad de nuestras vidas… pero también, de algún modo, la más memorable.

Naoki Uyehara

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