Hoy me detuve a observar ese banco, el que siempre espera nuestro regreso. Pude notar nuestras siluetas e incluso oír tu voz leyendo a Camus. Hoy creí tenerte cerca, creí sentir tus yemas en mi brazo derecho, acariciando ese lunar que te recuerda. Pienso en las coincidencias; cuando nos recordamos al mismo tiempo, sé que lo estás haciendo porque aún escucho tu mente como si estuviera encastrada con la mía y de ninguna forma se desprenden.
Recordarnos en el preciso instante en que la luna entra a brillar, cuando cae la lluvia y no dejamos de llorar; pretendiendo un abrazo que en silencio sepa calmar la ansiedad.
Siempre supiste hacerlo bien; calmar mi ansiedad, darte la espalda para que me cubras en tu manto y sentirme un bebé gigante, era mi pasatiempo preferido.
Hoy ví tu fantasma en Santa Fé, estabas caminando con la mochila que te regalé, con un jean, que también te regalé, y una remera de vayasaberquién, lucías apagado, como esperando algo. Tus ojos denunciaban una angustia atrapante, capaz de mutilar con sólo acercarte. Quisiera acercarme. Meterme en tu mirada, sentir que todavía hay alguien en ese envase de piel humana, que sólo camina distraído por la avenida sin destino aparente, arrastrando los pies como un indigente al que le quedan pocos días de vida, frenas en la florería de la esquina de Uriarte y no veo a nadie que te hable. En esa misma esquina, te sentaste junto al señor al que siempre quisimos hablarle, leyendo sus libros o diarios, ignorando el paso de la gente, ya sin esperanza alguna, solo una certeza; «hay vida en los libros que sostengo.»
Empecé a sospechar que no eras sólo un fantasma y que sí tenés un destino. Todo comenzó a volverse más nítido y real, aunque invadía un azul oscuro, tirando a negro, rodeándote, una silueta casi perfecta. A esa altura ya estaba un poco confundida.
«¿Me acerco a hablarle?—pensaba, preocupada— ¿Y si no es él y la miopía me está jugando una mala pasada? ¿estaré soñando creyendo que estoy despierta? ¿será él ese, que aún espera que vuelva?»
Lo siento en el aire, sé que querés que vuelva.
Dos perros casi atropellados por un colectivo que cruzaba en rojo me distrajeron. Te busqué entre la gente y allí estabas, caminando devuelta, hacia el mismo sitio de dónde venía hace un rato; una hermosa fachada de bosque en medio de la ciudad descontrolada. Intenté seguirte el rastro, pero te escabulliste entre los árboles. No importa, sé dónde volver a encontrarte; ese banco.
Ya estabas ahí esperando, con una rosa en la mano -al parecer el señor sí te registró- y un libro que ansiaba leer hace rato.
Todo esto es para vos—dijiste sonrojado.
Sé que esperabas mi beso o mi mano, pero mi estado era de puro asombro, pareciera que tu presencia se comió mis palabras y mis movimientos involuntarios. Dejé de masticar el chicle que llevaba en mi boca hace cinco horas, porque simplemente me acostumbré a tenerlo ahí y un poco lo olvidé. Ahora que lo pienso; quizás fuimos un chicle en la boca.
Me senté a tu lado sin quitarte la mirada de encima, aún sin poder emitir sonido alguno, me acariciaste el pelo y observaste cada detalle de mi cuerpo, tu mirada había cambiado íntegramente; ya no notaba el vacío. Comenzaste a enumerar mis cambios; el peinado, el tatuaje nuevo, el collar, los aretes, el atuendo.
—Sí, metí un par de cambios. ¿Cómo estás vos? ¿por qué estás acá?
—Yo estoy bien, ya sabes que vengo seguido pero, ¿qué hacés vos acá?—dijiste algo confundido.
—Creí haberte oído en mi cabeza y además, hoy es seis.
—Sí, pero vengo los seis de cada mes y nunca estás, ¿por qué hoy se te dió por aparecer?
—¡Ay, no sé! Qué sé yo, seguí mi intuición. Los otros meses fui al tronco escondido del rosedal, al corredor a ver gente entrenar, al bar que está acá nomás y a cada lugar que recorrimos cuando estábamos bien.
—Mhm. ¿y qué es de tu vida?—preguntaste, cambiando de tema.
—No pasó demasiado —respondí— me fui de viaje y saqué algunas fotos. Escribí y lloré sin parar. «Te escribí y te lloré sin parar» —pensé— Caminé por horas, probé el vermut que me recomendaste y ahora me fascina, quizás un poco maduré.
—Sos tremenda, te dije que a la larga te iba a gustar. —decías, mientras te levantabas del asiento.
Un silencio colosal se apoderó del jardín botánico interrumpiendo nuestra conversación. Ni los autos, ni personas, ni sombras alrededor. Los pájaros dejaron de canturrear, mariposas negras reposaban en tus hombros. Vos: sin asombro. Solías temerle a las mariposas, algo cambió. Formidable pero aterrador al mismo tiempo, me paré a buscar a la gente, ya desesperada por no entender, necesitaba una respuesta lógica, todo se encontraba muy estático, los árboles dejaron de moverse, no sentía el viento, solo vos te movías. Me pediste que me parara a tu lado y me detuviera a observar.
—Ahora que notas la falta, ahora que todo está quieto y sin un gramo de vida, ¿no te gustaría volver a sentir por primera vez? la primera vez del viento rozando tu cara, respirar profundamente el perfume de las flores, el cielo estrellado y esa sensación de infinitud que te hace sentir diminuto ante tanta majestuosidad —decias, esbozando una sonrisa satisfactoria—¿Pensás en la primera vez que nos dimos un beso, que tu presión disminuyó de los nervios, en la primera vez que corrimos de la mano, que compartimos una comida y una película, en nuestra primera pelea, en la primera vez que viste la luna? Yo pienso constantemente en eso y ya no puedo sentir nada.
De pronto un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, en un estado de ambedo¹, sin saber qué responder, sólo derramaba lágrimas pensando en todo aquello que mencionabas; lo extraordinario de las primeras veces.
Un trueno inició la lluvia que solo a nosotros nos mojaba, el resto del lugar seguía sin pestañear.
—Me resulta desgarrador saber que nunca más volveré a sentir lo mismo que la primera vez que te besé, con nadie me entusiasmé tanto.—respondí, aganchando la mirada— Y claro que pienso en nuestros primeros momentos, pero nunca fueron tan claros en mi mente como ahora, los recuerdos de un par de niños adolescentes, qué chiquitos éramos, tan ingenuos fuimos también.—dije con cierta gracia.
—Quisiera abrazarte como si fuéramos esos niños ¿puedo? —pregunté, mirándote a los ojos.
Ignorando completamente mi pregunta, te posicionaste a un costado y colocándome la rosa que trajiste en mi oreja, dijiste:
—Respirá profundo y sentí el viento—sugeriste— las gotas inundando tu alma de calma y aventurá esa sensación, como si fuera la primera vez. Escucha los árboles mariposeando sus hojas, observa el komorebi², detenete por un instante a pensar en todo lo que has logrado de un tiempo a esta parte, dejate acariciar por las ideas que te muestra el subconsciente.—decías, cerrando mis ojos con tus manos.
—No puedes abrazarme, porque ya no existo, pero puedes recordarme, soy sempiternamente tuyo; mis palabras fueron y serán tuyas, y como siempre te dije: ya’aburnee³, no te veré morir, no lo soportaría, pero me verás aparecer en tus sueños o en un extremo de tu cama, todas las noches acompañaré tus anhelos y tu señera.
Alma mía,
despierta.
Estás soñando, despierta.
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¹ Proviene de albedo. Estado de profunda inmersión en el que uno se vuelve completamente absorto en vivos detalles sensoriales como el sonido de la lluvia o el perfume de las rosas.
² Palabra japonesa que describe los rayos de sol que se filtran a través de las hojas de los árboles.
³ Representa el deseo que alguien tiene de morirse antes que otra persona por lo insoportable que sería la vida sin ella. De origen árabe.
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