En el orden neoliberal, el éxito no es un evento: es una condición moral. No basta con sobrevivir; hay que rendir. No basta con estar; hay que acumular capital -económico, estético- relacional-. El éxito es, hoy la forma hegemónica de legitimación subjetiva.
Desde esta perspectiva, el fracaso es patologizado. Se lo convierte en el síntoma de inadecuación individual, nunca en indicio de disidencia estructural. Fracasar es no saber "gestionar" el deseo, el cuerpo, el tiempo, la imagen. Y ese no-saber es penalizado con la invisibilidad o la burla.
Sin embargo, algunos discursos contemporáneos -desde lugares tan dispares como la filosofía crítica, la disidencia corporal o el arte popular- han comenzado a desactivar esa lógica binaria.
La frase de Leonor Silvestri -"fracaso, luego existo"- se inscribe en esa ruptura. Reformulando el cogito cartesiano desde una ética post-identitaria, Silvestri propone que la subjetividad no nace del pensamiento racional, sino del colapso. Del desborde. Del quiebre frente a un sistema que exige coherencia, eficacia y autogestión constante.
En este marco, el fracaso no es una anomalía del proyecto moderno, sino su consecuencia directa. No se fracasa a pesar del sistema, sino por el sistema. Y reconocer eso es una forma de descolonizar la mirada sobre el yo.
Desde otro registro, pero en una línea que converge, Moria Casán enuncia con precisión quirúrgica: "Uno puede fracasar en el triunfo y triunfar en el fracaso."
Su afirmación no es retórica ni paradójica: es estructural. Señala cómo los signos del éxito (prestigio, fama, capital) no garantizan ningún tipo de realización existencial. Del mismo modo, los signos del fracaso (marginalidad, pérdida, quiebre) pueden habilitar formas de autonomía, creatividad y verdad subjetiva que el éxito bloquea.
Lo que ambas -Silvestri y Casán- denuncian, desde lenguajes distintos, es la fetichización del rendimiento como único modo de estar en el mundo. Nos advierten que muchas veces el "triunfo" es apenas una forma sofisticada de alienación; una adaptación perfecta a una estructura que produce agotamiento, ansiedad y desarraigo.
Por eso no se trata de invertir los términos -glorificar el fracaso o demonizar el éxito- sino de desarmar la grmática que los opone. Porque el fracaso no es una ausencia de valor: es el punto en el que el sujeto empieza a escapar a su función.
Hay pensamiento allí donde algo se rompe. Donde no se rinde. Donde no se ajusta. Y en un mundo que premia la obediencia silenciosa de los ganadores, pensar desde el fracaso es quizás el último gesto realmente lúcido.
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