Vi tus ojos brillar bajo otra luna,
no la mía.
Tus labios, que un día soñé para mí,
besaban promesas ajenas,
como si nunca me hubieras mirado
con la ternura que inventé.
Y allí estabas tú,
vestida de un “sí” que no me pertenecía,
te reías del mundo
mientras el mío se caía en silencio,
como un libro que nadie quiso terminar.
¿Era amor lo que sentía?
¿O un espejismo construido
con pedazos de deseo y esperanza?
Porque si el alma elige,
¿por qué la tuya no me eligió?
Dicen que amar es desear la felicidad del otro,
aunque eso signifique alejarse.
Pero hay una tristeza silenciosa
que filosofa en mis entrañas:
¿Y si el amor también es egoísta
en su necesidad de ser correspondido?
No odio tu elección,
pero duele como el frío en los huesos
cuando la noche es larga y no hay abrigo.
Me volví testigo de una boda
donde mi alma era la única que lloraba.
Te perdí sin tenerte,
te amé sin tocarte,
y ahora camino en esta niebla de ausencias,
preguntándome si el destino
es solo un nombre poético
para lo que no se puede cambiar.
Y aunque sonrías para otro,
en algún rincón del universo
quedará escrito que yo también te amé.
Profundo.
Sincero.
Tristemente.
Y no era yo.
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