Era sábado por la mañana. Yo disfrutaba de la mejor vista que ese hotel de lujo, carísimo y exclusivo me daba en la habitación. Un jacuzzi increíble con aguas templadas y deliciosas me hacían llevadero el fin de semana tan espectacular que apenas estaba comenzando.
A mi disposición estaban tres mujeres encantadoras. Una rubia, pelo lacio, ojos claros con un cuerpo envidiable. La otra era una morena alta, rizos inconfundibles y con unas piernas firmes. La última era una mujer madura, tatuada, cabello corto y con una mirada de gato, como si te quisiera cazar. Estaban completamente a mi servicio. En la cama, fajos de billetes, todo el dinero que siempre quise estaba ahí, a un metro de mi. Tanto tiempo anhelando eso, tanto tiempo queriendo comprar algo sin mirar el costo, sin saber cuántos días de laburo me tocaba hacer para recuperar mi capricho.
La ventana de la habitación tenía la privilegiada y panorámica vista, desde donde veía mi primer barrio. Mi primera casa, la cual estaba en una colonia austera, humilde y que con el esfuerzo de mi madre pudimos huir de ahí, pues mi padre hundido en el alcohol nos hacía la vida difícil. En paz descanse mi madrecita santa.
En la mesa de la habitación tenía un banquete enorme; cortes de carne que jamás en la vida comí, filetes de salmón con una salsa agridulce de limón, chocolate de Dubai y lo mejor del menú, un whiskey llamado Silver. Me dijo el camarero que esa botella estaba añejada por décadas y que únicamente ofrecen copas a quienes pueden pagarla y claro, esa botella tenía sesenta y cinco años, de los cuales sólo quince personas lo han podido degustar y yo era uno más.
Cuando salí del jacuzzi, la morena se ofreció a darme un masaje y la rubia me daba bocados de ese salmón con un tenedor de plata. Al mismo tiempo, la mujer madura me susurraba al oído lo divertido que se la estaba pasando y yo, dejándome consentir, como siempre lo soñé.
Mi celular sonó una, dos, tres y cuatro veces. No quise atender para no interrumpir la tremenda fantasía que se estaba haciendo realidad.
Pocos minutos después, el celular volvió a sonar, molestia que ocasionó que lo apagara y no ser fastidiado una vez más. Pasando por mucho una hora desde la última vez que el celular sonó tocaron a la puerta. Yo grité “¿quién?”. No tuve respuesta. El teléfono de la habitación sonó, la rubia me acercó el teléfono y dije “diga”, del otro lado dijeron “¿por qué apagas el celular?, afuera está el patrón”. Y colgaron. Me olvidé de ese afrodisiaco masaje, me enrollé una toalla y salí al pasillo. No había nadie, solo encontré un dolor de cabeza que me hacía sentir los ojos pesados, al instante, un dolor de estómago acompañó mi confusión y me digné a volver a mi habitación. Cuando crucé la puerta, no había ninguna mujer, no había ningún jacuzzi, no miré el increíble ventanal, no olí la comida porque tampoco había carne y mucho menos dinero. Me tiré al suelo.
Empecé a escuchar que decían mi nombre, pensé que era el camarero del hotel pero al abrir los ojos era doña lupe. “Otra vez se metió un pasesote, dice la de la tienda de ahí enfrente que venía hablando solo cuando se cayó. Ya despertó, lo bueno”.
Como pude, busqué mi celular en las bolsas del pantalón pero solo encontré mi botella de thinner y mis bolsitas de polvo blanco que claramente me había terminado.
No tenía ni para un chicle y me dispuse a pedir dinero, como siempre lo hacía porque de esa manera me pagaba mis drogas y a veces, cuando me daba hambre me compraba un pan o un taco.
Esta vez era para saciar un verdadero antojo, necesitaba juntar dinero para más cocaína, mis alucinaciones eran más reales cada vez y eran el único lugar donde volvería a probar ese exclusivo whiskey que me hacía sentir como el hombre que siempre soñé ser...
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