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Vos dejame a mí

Otto

Dec 10, 2024

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Hoy la arrastro un poco. Vine tomando mates en el auto y mis ganas de mear son supremas. Estacionar por Villa Crespo a las doce del mediodía puede ser pensado como una tortura moderna y analógica. Encontramos lugar a unas cinco cuadras de la clínica en unos quince minutos de yiraje. Agarrada de mí brazo me sigue el paso con bastante destreza, aunque se tambalea un poco. Hace un frio de cagarse y parece un pingüino abrigado. Tiene puesta su campera negra de siempre que debajo pueden entrarle de tres a cinco abrigos gruesos más sin que se note; la bufanda blanca le cae sobre el pecho después de enrollarle el cuello y el gorro de lana negro le cubre la cabeza ya sin pelo. Vino de mal humor, enojada me dijo después, No, no, de mal humor, se corrigió. Durmió poco y mal, a pesar de las pastillas. Se levantó de la cama a las dos de la mañana, tomó mate, escuchó la radio, puso la tele, picó algo, guardó cajitas, tiró cosas.

—Y sí, mamita, no es fácil afrontar el día después de una noche así.

—Y encima el día es una mierda.

—Y encima el día es una mierda, tal cual.

Entro al baño con la vejiga a punto de petrificarse. Meo mucho, caliente, sale vapor. El baño está impecable, los grifos son modernos, hay agua caliente, jabón y papel para secarse. Es la clínica del doctor Isaac, amigo íntimo del oncólogo que la operó a mamá en su primer cáncer de mama a los cuarenta y dos años. Se llamaba Roberto y murió de cáncer. Mirá si nosotros vamos a entender el mundo.

Hace unos meses nos enteramos de que PAMI cubría el tratamiento en esta clínica y nos pasamos. Con Isaac habíamos hecho varias interconsultas para saber si coincidía con los diagnósticos y tratamientos que proponía Ximena (la oncóloga del hospital Marie Curie) y, por lo general, estaba de acuerdo. Para nosotros era palabra santa.

En la sesión de la semana pasada, la primera de este nuevo ciclo, tuvimos que pagar una premedicación. Nos avisaron justo antes de entrar a la quimio. Era obligatoria y PAMI no la cubría: ellos la vendían ahí. Fui hasta el mostrador y pagué mientras mamá, con los ojos un poco idos por el cagaso del nuevo tratamiento y porque todo lo que haya que pagar la asusta, entraba en la sala acompañada de Sabrina, la enfermera. Después mí hermano expuso los argumentos jurídicos de un presunto kiosquito que la clínica se había montado. Mamá cargó con esa cólera toda la semana y, mientras buscábamos lugar para estacionar —y mientras yo me meaba, y ella se quejaba por el clima y su noche de insomnio y Villa Crespo retumbaba de bocinas, frenadas, balizas, semáforos y maniobras temerarias—, dijo que esta vez va a pedir una receta bien clara para llevar a PAMI y que se la den gratis porque es lo que corresponde y que hoy no iba a pagar. Y, sino, que no se la aplicaran y chau.

 —Acordate que es una premedicación para que la quimio no te pegue mal.

—Si igual la pasé pésimo, no creo que sea peor.

—No lo sabemos.

—Tampoco hay que decir a todo que sí, ¿no?

—No, bueno, pero podés ponértela hoy de nuevo y pedir los papeles y ver si la conseguimos para la próxima...

—No, no, vos déjame a mí que yo me ocupo.

—Mami, ¿te parece ponerte ahora a combatir al capital? Yo creo que tenés que concentrar tus energías en otro lado.

—Vos dejame a mí.

                Y la dejé. Y lo logró. La explicación que le dieron fue que podría hacerse el tratamiento en los hospitales públicos (como hacíamos antes)  y ahí le dan toda la medicación de forma gratuita. No se qué dijo o cómo lo dijo, pero finalmente la hicieron pasar. La acompaño hasta la sala donde están todos los sillones negros que prometen comodidad y hoy están en su mayoría vacíos.

                —Vino poca gente a la reunión —digo, pero no me responde nada.

                Se acerca a uno de los sillones y comienza a acomodar el cuerpo para sentarse: primero se gira despacio hasta quedar de espalda; después busca con las manos los apoyabrazos que están ligeramente más lejos de lo que pensó y mientras corrige esa distancia ya está flexionando las rodillas. Se toma de los apoyabrazos y pasa todo el pase del cuerpo a los brazos que temblequean casi imperceptiblemente. En el último tramo del recorrido se desploma con disimulo y la cuerina negra deja escapar el aire del relleno como si soltara un suspiro violento. Le pregunto a Sabrina en cuánto tiempo tengo que venir a buscarla y me dice que en una hora más o menos. Antes de irme me llama la atención un cuadro colgado (con vidrio y marco) que tiene el logo del WiFi. El nombre de la red es “sala quimio” y la contraseña una serie de números.

                Cuando vuelvo la sala está casi llena y mamá dormita con la cabeza apenas recostada hacia un lado. Tiene enchufada una manguerita a la mano que sube hasta un sachet transparente con un líquido también transparente que a su vez cuelga de una suerte de perchero con ruedas. Se despierta con un pequeño sobresalto cuando estoy a dos pasos de ella. Le sonrío y me responde de la misma forma.

                —¿Y? ¿Cómo viene eso?

                —Bien, bien, me quedé planchada.

                Me siento en el banquito que está al lado. Veo que todos los sillones tienen al lado ese mismo banco y en su mayoría están ocupados por acompañantes. Mamá me pregunta adónde fui y mientras que le cuento sobre el Café que había encontrado ahí cerca —siempre voy a uno diferente porque no me convence ninguno— y, sin mucho detalle, las cosas del trabajo que resolví veo entrar a una mujer joven acompañada de alguien que no parece ser la pareja, tampoco el padre, quizás un hermano o un amigo, y se sientan en el único sillón libre que está casi en frente nuestro. Su cuerpo es más bien delgado y usa ropa suelta, pantalón negro con zapatillas deportivas de varios colores y un buzo grueso de lana. Se sienta y mira alrededor con una sonrisa escueta y cordial. Mamá me comenta algo a lo que no le presto atención y le respondo con monosílabos genéricos y convincentes. Sabrina, que va y viene varias veces atendiendo a todos los sillones, se acerca, mira el sachet casi vacío que cuelga a la altura de sus ojos y nos dice que en un minuto viene a sacarle la aguja. La mujer joven permaneció en mi arco de atención hasta que me fui. Hablaba bajito con su acompañante, rieron algunas veces y se quedaron serios después de que Sabrina le pusiera la aguja en el brazo. Mamá me pregunta si traje el auto o vamos a tener que caminar todas esas cuadras. La miro y le respondo que no, que lo estacioné en la puerta en doble fila. También veo sin girar la cabeza que la mujer intercambia unos comentarios cortos con su acompañante. Mamá me mira de frente con preocupación. No pasa nada, le digo mientras la figura borrosa de la chica se tapa la cara con ambas manos, Todo el mundo estaciona acá en doble fila, mientras que no nos quedemos media hora, ¿No te pueden ponen una multa? La silueta borrosa de la mujer que sigue con la cara tapada se funde con su acompañante que le cruza un brazo por encima de los hombros, Y, puede ser, igualmente no nos vamos a enterar ahora, respondo y empieza a llegar el rumor del sollozo, Si te deja más tranquila lo llevo de vuelta adonde estaba, No, tarado, que no quiero caminar tanto. El murmullo general de la sala disminuyó su volumen, pero no alcanzó el silencio. La chica se descubre la cara aunque su cuerpo sigue encogido y hundido en el sillón, Podemos tomar un café en el camino, te parece, le pregunto a mamá mientras veo que se acerca Sabrina a darle fin a la sesión de hoy.

                Los pasos hasta el auto fueron lentos, pero ya no tambaleaban. En el camino de vuelta escuchamos a Serrat. Mamá festeja cada canción con exclamaciones exageradas de placer: se sabe la mayoría de las letras y tararea las partes instrumentales. Me cuenta alguna anécdota sin mucha trascendencia de las dos o tres veces en las que Serrat vino a la Argentina y ella fue a verlo. Suena Mediterraneo, Aquellas pequeñas cosas y De vez en cuando la vida. Reconozco todas las canciones aunque no me las sepa. Internamente rogué porque no sonara la de Niño, deja ya de joder con la pelota porque se que mamá se emociona mucho con esa canción.

                Hundidos en el tránsito insoportable de la avenida Córdoba, disfruto de ver a mamá tranquila, tarareando o cantando. Comentamos sobre los colores de otros autos, el día que se puso tibio, lo que charló con Sabrina y sobre lo que a ella y a mí nos esperaba el resto del día. El ritmo de los autos y la charla nos llevó hasta la casa sin parar en ningún café. La dejo en la esquina como siempre. Junta su cartera y abre la puerta. Le aviso que tiene que sacarse el cinturón, se ríe y se lo saca, nos damos un beso y un abrazo incómodo por la posición de los asientos del auto y porque yo sigo con el cinturón puesto. Saca los pies hasta alcanzar la vereda y para pararse se toma de los lugares más firmes del auto. Me da la sensación que le vendría bien un brazo más. Comienza a incorporarse y le doy un pequeño empujón en la espalda para que llegue a la posición final. Se cuelga la cartera y se agacha un poco para dedicarme un beso volador, La próxima tomamos el café, le digo.

Otto

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