No siempre miramos las fotos para recordar.
A veces las miramos para volver.
Volver a ese instante, a ese cuerpo, a esa emoción que se nos escurría entre los dedos pero que la cámara o el teléfono logró retener.
Las fotos NO son sólo recuerdos. Son refugios.
Y en días nublados también pueden ser hogar.
Pero en tiempos en donde TODO se comparte, las fotos pierden su intimidad.
Dejan de ser puentes hacia adentro para convertirse en vitrinas hacia afuera.
Capturamos para postear, no para atesorar.
Queremos mostrar lo que vivimos antes incluso de haberlo sentido.
¿Dónde queda lo privado, lo sagrado, lo que es sólo nuestro?
A veces, las fotos se explican demasiado.
Como una obra de arte que pierde el misterio cuando alguien la interpreta en voz alta.
Como un poema al que le ponen subtítulos.
Es tal el deseo de congelar el instante, que se nos escapa el instante mismo.
Sacamos fotos del atardecer, sin darnos el permiso de simplemente mirarlo.
Sostenemos el celular frente al rostro de quien amamos, sin permitirnos habitar ese momento en cuerpo presente.
Nos llevamos mil capturas pero aveces ni un recuerdo verdadero.
¿Qué estamos mirando realmente?
¿Nos detenemos a observar con los ojos del alma, o sólo miramos a través de la pantalla?
A veces sacamos fotos para no olvidar, pero otras, simplemente para no habitar.
Como si registrar algo fuera más importante que vivirlo.
¿Estamos capturando instantes?
¿O estamos dejando que se nos escapen?
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