Al principio estaba inmóvil, como una piedra percutida por el agua, gota a gota roída hasta que el material cede y se abre en la grieta.
Cuando cerró la puerta el aire estaba denso y los murmullos lo llenaban todo. Nunca supo muy bien cómo llegar ni cómo despedirse, pero ese día caminó directo, con una lucidez que nunca había portado. Se dio cuenta de que la casa permanecía: la voces todavía ahí, las tazas raras, los adornos excesivos que adornaban el comedor, las estatuillas sobre la mesa, las flores del jardin un poco descuidadas, las sombras moviéndose entre pasillo y habitación, el olor a incienso, las risas.
Dejó un rastro de agua mientras arrastraba los pies y avanzaba hacia el centro, nunca le había gustado estar en el centro pero siempre terminaba ahí por alguna razón, las miradas penetrándole la piel, erizando los sentidos y agudizando el olfato. Azafrán, tuvo que sonreir cuando la rodearon los brazos.
Ya no había nada, ni siquiera la cáscara de lo que alguna vez fue.
El sol brilló fuerte ese día sobre la piel.
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