Soy profesor. O eso diría si lo fuese en realidad. Con esto me refiero que, en esencia, hago las clases, me comunico con esas almas jóvenes que buscan una pista de qué hacer con sus vidas. Algunos lo saben, la mayoría no.
Trabajo en el aula, soy caprichoso: siendo una carrera ajena a la mía, hago clases por la ley que me permite. Si las palabras queman, mis clases se sienten como una explosión de luz. No puedo imaginarme fuera de esta extraña, hermosa y cruel ironía. Soy prisionero en el aula y no puedo callar.
Profesor, sí. Así me llaman, incluso cuando debo terminar de estudiar. Incluso cuando cuestionan mi actuar, como si se confundiese mi amor al conocimiento con un mero desprecio.
No me he quemado por nada. No he caído por nada. Si la luz no me abandona, ¿no tiene más sentido compartirla?
Los humanos son interesantes. A sabiendas de que me comporto como uno, y a sabiendas de que no lo soy, esa dualidad la siento en el momento en que me presento como docente.
Sólo falta convencerme de que el santuario es real.
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