Mis dedos rozaron la afilada punta de la flecha, incapaz de asimilar lo evidente a la vista.
Un río teñido de rojo descendió por mi pecho, llegando hasta la punta de mis pies.
Sentí una calidez que jamás había imaginado provenir de mi propia sangre.
Cerré los ojos y miré hacia el cielo, queriendo ver más allá de lo que nunca había visto.
Un suspiro más pesado del que tenía previsto escapó de mis labios, y a su paso lágrimas que no supe identificar si eran de miedo, tristeza o alivio.
Tal vez eran todo aquello, tal vez eran todo lo que podía sentir alguien y más.
Caí de rodillas, el dolor se estaba volviendo insoportable.
Grité con todas mis fuerzas hasta que mi garganta dolía; nunca más que mi corazón.
No me sorprendió notar que nadie me escuchaba, ¿o acaso no querían hacerlo?
Apoyé mi cabeza sobre la tierra, la misma que ahora estaba manchada de mi sangre, la misma que sostenía mis rodillas para no caer.
Sufrí en silencio los últimos minutos, sabiendo de sobra que aunque hiciera todo el ruido del mundo nadie vendría a rescatarme.
Quizás en ese mismo momento que estaba muriendo pude entender lo que significa la vida.
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