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Viven en un country.

Oct 27, 2025

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Viven en un country.
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Ayer, cuando perdió Independiente, supe de antemano que las cosas serían distintas, que no estaba por ser de las típicas veces donde la derrota sólo consiste en una desilusión pasajera. Esas podríamos decir que son las más comunes, las que tienen como único remedio irte de la cancha lo más rápido posible, prometiendo no ver más nada relacionado al fútbol por un tiempo deleble y finito. Y después están las otras, las que tienen la capacidad de resquebrajar superficies y evidenciar colapsos, que no necesitan motivos matemáticos para calar lo hondo que lo hacen, pero lo hacen igual, por más que sean puntos insignificantes que no te comprometan ni por asomo con el promiedio ni sus abismos relacionados. Y es paradójico, porque si ganabas, si hacías un simple gol, si ellos no te embocaban, el naufragio en el que te encontrás se hubiese postergado. Pero no, ¿qué le vas a hacer?, las cosas no fueron así y ya no podés hacer más nada (¿alguna vez tuviste la posibilidad de hacer algo, o esa pregunta es para otro momento?) y la gente está harta de que sea siempre lo mismo, que lo normal consista en vivir sumergida en la mediocridad y que cualquier equipo medio-pelo venga y te gane con nada. Y mirá vos la diferencia: ganabas y en cuestión de minutos se desalojaba todo pacíficamente. Pero no, en esos momentos irse es lo último que piensa hacer la gente, que se desespera frente al espiral cíclico de cada año que nunca depara en otro desenlace. Le canta a la dirigencia, a los jugadores, a la AFA, a los árbitros. La derrota es un hecho inexorable y una gota más ha caído en el vaso. Una más. Idéntica a todas las anteriores. Pero esta vez la gota hace que el agua rebalse y el aire se envicie de silbidos y frustraciones. A mí las palabras parecen escapárseme y en momentos así el desasosiego me encuentra sin ellas. Mi única solución es sentarme en silencio, en los escalones, y recién cuando afloja el ambiente, cuando se descongestionan las tribunas, cuando el campo de juego está despejado, entiendo que de nada sirve permanecer allí y me dispongo a bajar lentamente los escalones para tomar la salida. Dependerá de cómo haya ido, si camino derecho por Sagol bordeando el terraplén o si doblo en Alsina en dirección a la avenida, porque en algún lugar de por ahí dejé el auto estacionado. 


Salir de Avellaneda me ayudará a salir de mis desconciertos, que parecen quedar en el mismo lugar al que horas antes fui con aires distintos y esperanzas renovadas. Esta vez vine en tren, por lo que cuando llego a Constitución y bajo las escaleras para tomar el subte, noto que las palabras me vuelven lentamente y que hay un mundo allá afuera que nada tiene que ver con mi equipo ni las vicisitudes que padece en estos momentos. Percibir aquello atenúa mi desánimo y el modo de salir de mi blancura mental es haciéndome preguntas. Preguntas que se me amontonan sin algún filtro que las ordene o me ayude a pensar con un poco más de claridad. ¿Por qué me importa tanto Independiente? ¿Acaso no debería importarme menos? ¿O será que me importa más ahora porque estamos más jodidos que antes? ¿Y si estamos más jodidos que antes, en qué momento nos jodimos tanto? ¿Y la culpa? ¿de quién es? ¿O hay más de un sólo culpable? ¿A los jugadores les importará este presente? ¿Y los dirigentes? ¿Y quiénes votan a ellos? ¿Y los representantes? ¿O sería muy tibio de mi parte el solo pensar que en verdad hay muchos culpables y nadie se salva? 


Recién cuando el subte hace algunas estaciones, aparece él en mis recuerdos. No es una novedad, más bien suele hacerlo en este tipo de tardes. Lo hizo cuando me senté, abatido, en los escalones de la tribuna y también cuando desanduve, melancólico, las cuadras de Sagol que lindan con el Roca. Ahora lo vuelve a hacer, pero con más vigor que antes. Lo rememoro por lo que dijo una vez en un video donde las palabras le rebalsan, directamente las vomita, y me es imposible olvidarlo porque todo lo que plantea lo hace con una sutileza admirable. Porque una cosa es poner en palabras lo que pensás —que de por sí a veces es difícil— y otra es poner en palabras lo que mucha gente piensa. Nuestro protagonista parece estar al borde del colapso, de que su corazón esté a punto de explotar, y tiene la profunda necesidad de contarle sus motivos al mundo. Supongo que le habrá dicho a alguien, a la persona más próxima que tenía, vení, agarrá el celular y filmame, que si me llego a descompensar tenemos la evidencia de quiénes son los culpables de mi defunción. Y este alguien parece hacerle caso, porque prende la cámara a las apuradas y empieza a grabar improvisadamente, sin saber que aquel video terminará dando la vuelta al mundo. Es por eso que cuando Independiente pierde así, de este modo tan apático, tan pasivo y tan horripilante, me es imposible sustraerme del recuerdo de este hombre y no coincidir en todo lo que dice. 


La mano del que filma tiembla un poco y se sujeta a duras penas. Por su parte el hombre empieza a hablar, aún sin la hostilidad con la que hablará en unos instantes, pero con palabras que a simple vista llevan su carga de cólera y frustración. “Viven en un country; andan en BMW, para arriba; los fines de semana se cogen a las mejores minas. Morfan bien todos los días. El día anterior al partido durmieron en un hotel cinco estrellas durante 24 horas jugando al ping pong, al pool y a la play”. Luego pasa a la indumentaria de excelentísima calidad que usan, carísima de por sí, aunque sospecho que muerde banquina con algunos precios porque habla de botines a seis mil dólares y cosas por el estilo. Pero el eje central es seguir enumerando las distintas comodidades que tienen. Los vendajes personalizados, lo perfecta que está inflada la pelota, lo impoluto que está cortado el pasto, el ancho de siete metros y pico del arco…


Y el volcán explota, porque a continuación se pregunta si, así todo, si con todas las comodidades mencionadas y además considerando que juegan todos los días al fútbol y que los aplauden cuando entran si —¡así todo!— son incapaces de pasar bien una pelota. Y se para, ya preso de su enardecimiento, con gestos atolondrados, para continuar preguntándose cómo, dado lo mencionado, son incapaces de pegarle bien al arco y mandarla “a la mierda”; cómo, pese a tener el compañero a un metro, hacen así —gesticulando su mano una dirección frágil y desacertada— y se la pasan mal. “Eso me puede pasar a mí con esta panza, ¡¡no a vos!!”. Y el video se corta porque quien graba, si tiene algo de cariño por aquel hombre, debe haberle dicho que respire y se siente en el mismo sillón donde todo comenzó, que él va a hacerle un té de manzanilla, dado que sus venas marcándole el cuello al compás de sus gritos, parecen dar la pauta de que el tipo que está por quedarse seco en cualquier momento. 


Entonces sí, si me lo preguntan, les admito que coincido con todo lo que ha dicho el hombre hasta acá, fuera de sus cabales. Y por supuesto que este argumento sólo se dirige a jugadores de primera que cobran lo que cobran y juegan que juegan, y sus colegas del ascenso —que son en verdad la gran mayoría de los futbolistas de este país— quedan eximidos de este planteo. Porque ese fútbol de millonarios que muchos creen que es la norma, en verdad es cosa de pocos, y el grueso restante está lejos de tener los salarios ostentosos que cualquiera puede llegar a presumir. Y es paradójico, porque están lejos pero cerca. Lejos de esos estadios, de esa alevosía, de esa popularidad, pero sin dejar de estar a un llamado, a una jugada que les dé notoriedad y sea capaz de convencer a algún dirigente que están para firmar y dar el salto a primera. Pero por el momento no, permanecerán lejos. Y esa distancia —que parece próxima— está trazada en verdad por el abismo. En eso se explica que haya un pequeño grupo que cobre desmedidamente en relación a lo que juegue y otro, mucho más mayoritario, que permanezca hundido en la indiferencia salarial absoluta. Es por eso, queridos jugadores de primera, que en el momento que (repetidas veces) controlen mal, que (repetidas veces) le den un pase al rival en vez de a su compañero, que (repetidas veces) cometan una burrada con el arco de frente o que (repetidas veces) marquen mal la contra, nos será imposible no acordarnos de lo tanto que ganan, de lo millonarios que son, y en lo poco que les debe importar el resultado cuando se van a dormir a la noche. Si total, sea cual sea, se irán a bañar, armarán su bolsito, se subirán a su último modelo y volverán al country donde viven, para continuar llevando la ostentosa vida que llevan en redes sociales, que está a años luz de asemejarse al modo en que pasan la pelota o van al frente o se sacan un jugador de encima.


Pero bueno, ahora estoy en mi casa, he dormido algo y el domingo ha transcurrido pacíficamente. Es de noche, han pasado más de veinticuatro horas desde que finalizó el partido y, ahora que estoy en frío, entiendo que caerle a los jugadores —y sólo a ellos—, es una gran equivocación. Es que alguien les habrá hecho firmar ese contrato. Alguien habrá creído que ellos tenían el potencial para lo que se les pide luego en el campo de juego. Porque ellos podrán ser unos caballos bárbaros, pero si el club los llama y la oferta los seduce, ¿por qué no vendrían? La pregunta que me surge entonces es por qué mejor no nos preguntamos quién trae a los caballos, quién cree que el susodicho debe ganar lo que gana y tener la vida que tiene, si después viene cualquier equipo y no puede avanzar con pelota dominada, ni perfilarse bien para dar un pase, ni marcar en mitad de cancha sin cometer un foul estúpido que le permita al rival posicionarse veinte metros más adeltante. De todos modos, debo confesar que lo que más me molesta de este tipo de jugadores es que, aunque su paso por el club sea completamente anodino e insignificante, se sabe de antemano que seguirán pululando entre distintos clubes, reubicándose gracias a sus representantes y a las distintas influencias que se hayan hecho durante el camino. Cuántas veces nos habremos cansado, ¿no?, de leer que traen a jugadores insípidos, buenos en ningún lugar, que al observar su trayectoria uno ve que anduvieron de acá para allá sin pena ni gloria y —así todo— les ponen cientos de miles de dólares, un millón de dólares, dos millones de dólares ¡tan sólo por el pase! Entonces sí, llego a la conclusión de que una gran culpa de esta debacle, también, será de quien haya traído a los caballos de turno, que a veces son hasta capaces de provocar sospechas con los tipos de contrataciones que terminan haciendo. Porque para el caballo será inevitable hacer de las suyas. El tema es que alguien convence a otros que el mamífero debe ser traído y pagado como se le paga, generando una cadena de convencimientos —aunque haya un sinnúmero de deudas, aunque los salarios no estén al día, aunque vayas a la cancha y la infraestructura de los baños consista en orinar una pared que desagota en canaletas rebalsadas de pis, aunque la pensión (y por ende el futuro del club) esté en un estado lamentable— donde el último eslabón es firmar y desembolsar los equis millones necesarios para traerlo. Ahora bien, más vale que corra, el caballo. Más vale que meta. Más le vale que trabe o al menos que intente. Porque si además no vas a correr, si además no vas a poner cuando haya que poner, si además la perdés y no hacés la vuelta cuando hay que volver, ahí sí. Ahí seguro deje de perdonarte y deje de pensar en quién te trajo y le puso la guita que te puso, y me voy a acordar de cuánto ganás y de la altiva vida que llevás. 


 Me detengo, al terminar el párrafo, para leer lo que acabo de escribir, apurado y desbocado. Y concluyo que si algún día algún jugador lee esto —cosa que no creo, pero bueno— tranquilamente podrá preguntarme quién carajo soy yo para andar hablándole así y qué potestad tengo para reclamarle este tipo de asuntos. Podré responderle que, como tantos, soy uno de los socios que le paga el sueldo, a sabiendas de que ese tipo de discurso, además de demagógico, no sirve para nada. Lo que por ende me conduce a una nueva conclusión: somos nosotros también los hinchas, los culpables en parte de que este circo ocurra. Somos nosotros los que permitimos que las cosas sigan siendo como son. Porque yo sé que si Independiente en vez de no ganar hace diez partidos, hubiese ganado ¿cinco? consecutivos, no estaría cuestionándome nada de todo esto, ni de los dirigentes soberbios que traen a cualquier paquete por cualquier monto, ni de los jugadores millonarios que cobran lo que cobran y ostentan lo que ostentan, ni de los hinchas capaces de tener conversaciones inexistentes frente a sus jugadores. Seguramente estaría hablando de que Independiente de a poco va volviendo a ser, que —luego de lo que fue el Apertura— logra sostener el envión durante el Clausura, y por ende este plantel da la pauta que está para grandes cosas y la etapa de reconstrucción en la que nos encontramos —luego de haber peleado el descenso hace menos de dos años— empieza a solidificarse en un proceso donde aquellos resquemores del pasado parecen quedar lejos en la historia. Pero no, nada de esto ocurre. Todo lo contrario: la sensación de un ciclo a la baja interminable, veranos exiguos, primaveras insuficientes, que no son más que un oasis refulgente con aires de que esta vez las cosas serán distintas, pero nunca terminan siéndolo. 


Me fui por las ramas, una vez más, y sospecho que este escrito me está pidiendo ser terminado. Hablaba de los hinchas, que también somos un poco culpables —los menos, por cierto, pero lo somos en parte—. Porque, veamos: ¿quién va a la cancha hasta en los partidos más insignificantes? ¿Quién hace miles de kilómetros para ver a su equipo por Copa Argentina, cuando el rival está a cien, doscientos kilómetros tuyos, y así todo te hacen jugar allá, a más de mil? ¿Quién paga masivamente para ver por televisión un campeonato de primera que posee escondido un Nacional B dentro suyo? ¿Quién se abona a principio de año, jurando fidelidad hasta el fin del campeonato pase lo que pase? ¿Quién más que nosotros? Y cada vez somos más, parece. Entonces cada vez más se agranda el negocio y cada vez más vale jugar en primera. Y nosotros seguimos avalando todo. Nunca vamos a decir que nos encanta lo que vemos, como al mismo tiempo nunca vamos a dejar de acompañar, por ende estar y por ende financiar. Aunque cada ingreso sea un estrés frente a la policía y los aires parezcan estar regados de pólvora (aunque los motivos para que se dé esto sean inexistentes, dado que vivimos hace años un fútbol sin visitantes), donde un insulto o un empujón o un cacheo demorado, sea suficiente para que se pudra todo. Los baños asquersosos. La posibilidad de cualquier hecho de violencia a un metro tuyo. Los delincuentes de la barra que son de cualquier club menos el tuyo —¡y entran con cualquier camiseta menos con la tuya!—, que parecen estar eximidos de estos cacheos, de estas demoras y de estos embudos policiales que duran hasta el hartazgo. Y así todo, aunque las cosas sean así de corruptas y oscuras hasta el fin de los tiempos, no tengo dudas que el hincha va a seguir yendo. Y esa romantización de la cosa, no puedo evitar decir que me resulta un tanto peligrosa. La cultura del aguante que tanto caló en nuestra sociedad es un negocio y un salvataje para los equipos de resultados mediocres y fracasos deportivos. Esa pose avaladora de paradigmas berretas y empobrecedores de nuestro fútbol, que por más que uno no pueda evitar sentir que sean la perfecta representación de aquel, creo que por el bien de los clubes, del deporte y de la gente deberían estar lo más lejos posible. Pero seguimos yendo. Seguimos copando. Y las cosas poco importan. Poco importa cuánto se le pague al jugador. Si este haga o no bien las cosas. Si clasifique a la Copa o juegue por nada o se vaya al descenso. Porque nos enojaremos con él y con todo el sistema dirigencial el domingo, el lunes y el martes. Y después nos olvidaremos. Llegará el miércoles y miraremos la tabla. Llegará el jueves y nos volveremos a ilusionar, a pensar que las cosas en verdad tienen arreglo y que no todo está perdido. Que si corregimos un poco acá y un poco allá, ya vamos a estar mejor. Y cuando vuelva a jugar nuestro equipo de local, o cuando volvamos a tener la oportunidad de volver a verlo en la cancha, no tengo dudas que vamos a volver con esa sonrisa inocente que no tiene dudas de que el futuro de la humanidad traerá de la mano el fin de todas las desgracias que nuestro equipo ha padecido durante todos estos años.  


De todos modos, ¿qué se puede pretender del hincha? ¿Que no vaya? ¿Que las cosas dejen de importarle? ¿Que se movilice todos los días a las tres de la tarde cuando la sede del club está abierta? Nada más se le puede pedir a las personas comunes que todos los días, aunque piensen en su club, tienen cosas mucho más complejas por hacer y de las cuales ocuparse en su vida. Por ende si nosotros, los hinchas en general de cualquier club, tenemos en parte culpa de las cosas que suceden en nuestra institución —por votar como votamos, por inmiscuirnos (o no) en la vida política del club, por abonarnos sin importar el resultado ni la opinión que se pueda tener de la dirigencia—, no tengo dudas que nos llevaremos la parte más pequeña de esta culpabilidad total. 


Ayer, cuando perdió Independiente, pensé que tenía muchísimo más en claro quiénes eran los responsables de toda esta debacle. Hoy, después de haber pasado el día con mi cabeza lejos de Avellaneda, siento tener muchísimas menos certezas. Quizá en el enojo tendamos a simplificar las culpas y los motivos de las cosas que nos suceden. Luego, con un poco más de frialdad, tengamos la posibilidad de ver un poco más allá y entender la complejidad del todo, que momentos atrás nos pareció tan sencillo y primitivo. De todos modos, no creo haber visto “la complejidad del todo” ni ser tan inocente para pensar que nuestra realidad se explica por un trinomio de culpas conformado por jugadores, dirigentes e hinchas. Hay muchísimas más cosas detrás, que al grueso de la gente —incluyéndome a mí— se le escapa y no tiene la posibilidad de saber, y con sólo mencionándolas se haría de esto un escrito larguisimo e inconexo, además de carente de sentido. Es por eso que no puedo evitar sentirme igual que ayer, cuando me senté en la tribuna, vacío de palabras, incapaz de comprender si este escrito debe o no llegar a alguna conclusión. Quizá esté hecho para llegar a ninguna, porque no tengo respuestas ni sé qué tipo de preguntas hacerme. Y mientras siga sin tenerlas, cada vez que Independiente pierda así, de este modo que me da la pauta que nada cambia, que no se ha aprendido nada de los tropiezos del pasado y que ni siquiera se demuestra interés para que verdaderamente haya un cambio, me volveré a sentar en los escalones, preso del silencio, y esperaré a que aflojen los accesos, a que haya un poco más de silencio, y cuando entienda que de nada sirva permanecer allí, me voy a incorporar y voy a bajar, uno por uno, los escalones que me conduzcan a la salida y me deparen en la esquina de Sagol y Alsina. 



Septiembre 2025. 



  


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