No son más que conocidos, personas que por azares del destino o por deber te dirigieron la palabra. Osadía sería llamarlos amigos, mucho menos compañeros del alma, o cualquier cosa que se les parezca.
Esas lacónicas conversaciones eran el elixir de tu vida; al caer las últimas gotas, el cuerpo lo exige: carne exánime, mente fragmentada, incapaz de razonar, atormentada en su propio delirio.
Opacos vitrales apagados buscan brillo en los denigrados sacramentos. ¿Te recuerda a alguien? A los deambulantes, que nunca se detienen a observar y mucho menos a escuchar el onírico canto proveniente de ese eco ya oxidado. En cambio, a tus preciados conocidos los reciben toda clase de visitantes: monjes, forasteros, pero nunca deambulantes. Cientos de personas se forman con la simple ilusión de compartir el mismo aire.
Buscan a alguien que les reafirme su identidad, o lo que creen ser. Pero ¿quién quisiera reflejarse en ti? La gente teme más ser auténtica que falsa, como estatuas corroídas por lágrimas: lágrimas ácidas de un destino aciago. En apariencia, las lágrimas del aciago son iguales a las de la felicidad; sin embargo, la causa y la razón son abismalmente lejanas.
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