Llego a la financiera a las siete y treinta, como todas las mañanas desde hace veintidós años, con mi maletín negro. El hall huele a desinfectante y perfume barato. La luz blanca de los tubos fluorescentes parpadea en uno de los paneles del techo.
Saludo a Cobaya, el guardia de seguridad, que ni me mira, sigue riéndose encorvado sobre el celular. Tiene auriculares puestos.
Subo al ascensor y antes de que se cierre la puerta, aparecen Laudo y Ferrara. Vienen hablando de la cena de anoche. Mueven la cabeza como un saludo, pero no lo es. Un gesto automático. Me miran, pero no les importa. Los oigo reírse, comentar, estaban todos los del área, hasta a Rizzo lo invitaron. A mí no.
Llegamos al piso catorce. Bajamos. Ellos caminan rápido. Yo voy detrás.
Mi cubículo está en el fondo, contra una ventana. Los paneles divisorios transparentes hacen que el lugar adopte una forma plástica. Me siento en la computadora. Tecleo mi usuario y contraseña.
Norita, al verme, levanta su mano diminuta y la agita mientras me sonríe. Recuerdo cada palabra de nuestra breve charla de ayer. Verla me provoca una mezcla de tristeza e impotencia.
Voy hasta la máquina de café. Un cartel de “EN MANTENIMIENTO” cuelga torcido desde hace semanas. Hay agua caliente y saquitos de té. Me sirvo uno, sin azúcar. El vapor me empaña los lentes.
Vuelvo a mi asiento a esperar la reunión de las nueve. Abro mi correo. Una vez más, -ya lo hice más de diez veces- chequeo que el mensaje que envié hoy antes de salir a recursos humanos haya sido recibido. Lo recibieron.
Abro el archivo, aunque ya lo memoricé de tanto leerlo. Siete páginas. Fechas, nombres, movimientos bancarios, el maquillaje de los balances, los desvíos a cuentas personales, las comisiones encubiertas. Capturas de pantalla, mails reenviados, incluso un audio editado de una conversación entre Laudo y Ferrara riéndose de cómo burlaron a los auditores. Firmé con nombre y apellido. Al final del documento, escribí una línea que borré tres veces antes de dejarla definitiva. “Esto es lo último que haré por esta empresa, no quiero justicia, sólo que se sepa”.
Todavía no hay respuesta.
A las nueve en punto, me dirijo a la sala de reuniones. Está iluminada por tubos fríos, con una mesa rectangular en el centro, las sillas alineadas. Me siento al final de la mesa. Apoyo el maletín sobre el vidrio de la mesa.
Van llegando todos. Risas. Charlas, una palmada en la espalda entre colegas. Nadie me mira.
Ibarra se aclara la garganta. Va a empezar.
Abro el maletín con lentitud. Suena el clic. Saco el revólver.
Me ven.
Me paro, pongo el arma en el mentón. Siento el frío del metal. Un murmullo de súplica. Llantos. Veo a Norita, se tapa la boca con las manos. Ella no debería estar acá.
Sonrío. Y disparo.
El estruendo retumba como un trueno. Caigo pesado. Ruidos sordos. Ojos como platos que me miran desde arriba. Corridas, gritos.
Alguien grita mi nombre.
Las voces se alejan.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión