Ni en mis peores pesadillas había imaginado quitarme esa remera con la que tanto me gustaba salir, con la que todos me reconocían y decían que se me veía muy bien. Recuerdo perfectamente esa remera: tenía pétalos que olían a un día de lluvia que acababa de comenzar, un sol rosado que brillaba de día y de noche sin apagarse jamás, y una fuente que no tenía agua, sino promesas. Promesas que me inundaban hasta ahogarme. Yo me enojaba tanto que me la quitaba, pero al día siguiente volvía a ponérmela, porque así era. Y las personas me repetían que me veía magníficamente bien con esa remera. Entonces, ¿cómo quitármela? ¿Cómo no usarla, si eso los hacía felices? Si eso parecía hacerme feliz. Y lo hacía... al menos durante un largo tiempo. Pero sé que, en algún momento, dejó de ser así.
No sé desde cuándo dejé de sonreír. O tal vez sí sonreía, pero ya no me gustaba esa remera, porque no me prometía nada. Y yo seguía prometiendo. Prometía todo, a todos. Me olvidaba de mí, y a veces hasta me olvidaba de quitarme la remera. No había tiempo ni de lavarla, porque siempre me precisaba, especialmente la fuente de las promesas, que me castigaba con pensamientos de culpa cada vez que intentaba quemarla. Y así, la historia se repetía una y otra vez, y la remera conmigo se quedaba. Hasta que comprendí que ya no me gustaba prometer, que ya no me servía ver la felicidad reflejada en otros, cuando la mía solo era una causa que no me priorizaba, sino que los priorizaba. Empecé a notar que esos rostros solo eran felices cuando yo llevaba puesta la remera, y que, una vez que me la quitaba y descansaba de ella, ya no lo eran. Y eso me dolió, pero inesperadamente entendí que siempre había sido así: mi ingenuidad me hizo creer que era feliz, porque eso me generaba hacer felices a los demás. Pero, para ese entonces, sabía que nadie buscaba mi felicidad. Ni por un momento, ni de casualidad. Aun así, seguí prometiendo, sin descanso, y me ahogaba nuevamente en la fuente de esa remera que hoy escondí en el placard. Porque si vuelvo a usarla, volveré también a amoldarme a lo que quieran los demás. Y yo merezco usar la remera que quiera, cuando quiera, sin escuchar a nadie chistar. El que lo acepte será bienvenido; el que no, está invitado a marcharse.
Quizás algún día vuelva a ponerme esa remera, pero será mi decisión. Y la usaré solo con quien quiera ver mi felicidad, con quien la comparta. Y entonces sí, seré feliz. Pero también sonreiré al ver la felicidad de quien tenga frente a mí. Y, por primera vez en mucho tiempo, prometeré… y me prometerán.
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